Espacio y Tiempo: Ada Balcácer en el Centro Cultural Banreservas

Espacio y Tiempo: Ada Balcácer en el Centro Cultural Banreservas

Una exposición que trasciende la nostalgia para confirmar la vigencia de una maestra que nunca dejó de enseñarnos a mirar

Obra de Ada Balcácer
Ada Balcácer. Prisma Solar, Ensayo de Luz (1993). Acrílico y relieve sobre canvas, 60" x 50". Colección Marian Mercado Balcácer.

Corría el primer semestre de nuestro segundo año en Bellas Artes e Ilustración en la Escuela de Diseño de Altos de Chavón —aquella villa mediterránea ilusoria trasplantada al Caribe— cuando el azar quiso que yo estuviera ausente el día que Ada Balcácer cruzó el umbral del aula octogonal.

Flanqueada por su admirado amigo, el artista visual Carlos Hinojosa, y ante la mirada expectante de Carlos Montesinos y Stephen Kaplan, la maestra se detuvo frente a los trabajos que habíamos colgado con la inseguridad propia del aprendizaje. Su voz rompió el silencio con una pregunta; «¿De quién es ese?». Aquella interrogante, seguida de una valoración técnica que conocería después, no solo validó mi búsqueda incipiente, sino que marcó el punto de partida de una amistad entrañable que nos uniría para siempre.

Al llegar, jadeante tras la alerta urgente de un compañero, José Antonio Abud, el instinto me dictó cautela y me deslicé entre mis compañeros. Desde esa invisibilidad, no asistí a una corrección de aula, sino a la irrupción de una fuerza de la naturaleza revelando la arquitectura oculta de la imagen. Esa tarde, Ada no hablaba simplemente de color y forma; teorizaba sobre cómo la luz caribeña descompone y reconstruye la realidad. Esa lección fundacional, absorbida desde el anonimato, persiste hoy con renovada vigencia. Al enfrentarnos a esta exposición, el despliegue de códigos, símbolos y lenguajes visuales confirma una verdad ineludible: la maestra nunca dejó de enseñarnos a mirar.

Ese instante —aquel descubrimiento súbito de una mirada capaz de desmontar la realidad para reconstruirla desde la luz— regresó con fuerza al recorrer cada sala del Centro Cultural Banreservas. Espacio y Tiempo; Ada Balcácer no es solo una exposición; es la continuidad natural de aquella primera clase involuntaria. La maestra que irrumpió en el aula octogonal sigue aquí, intacta en su lucidez, expandida en su audacia, desbordada en una obra que jamás aceptó el sosiego ni la repetición.

Frente a estas piezas, uno comprende que su enseñanza nunca estuvo sujeta a un aula, ni a un tiempo, ni a una edad. Balcácer sigue hablando —desde el papel, la tela, la materia, la luz— con la misma intensidad con que habló aquel día. Y este recorrido curatorial, lejos de anclarse en la nostalgia, despliega una vida entera como una cartografía luminosa que se abre paso hacia su producción más reciente; una etapa en la que la experimentación se convierte en impulso vital y la materia en territorio poético.

Una trayectoria que teoriza el trópico

Ada Balcácer (Santo Domingo, 1930) constituye un caso singular en la historiografía del arte caribeño. Formada en la Escuela Nacional de Bellas Artes bajo el magisterio de Celeste Woss y Gil, José Gausachs, Manolo Pascual y Gilberto Hernández Ortega —figuras que vehicularon en el Caribe las tensiones entre el expresionismo europeo y la búsqueda de una visualidad autóctona—, desarrolló tempranamente un aparato conceptual propio que excede las categorías del paisajismo tropical o el folklorismo cromático.

Su paso por el Fashion Institute of Technology y su exposición a la gráfica internacional durante la década neoyorquina (1954-1961) sedimentaron en su obra una conciencia del plano pictórico como campo de fuerzas, no como ventana mimética. Desde entonces, Balcácer entiende la superficie no como un espacio para representar la realidad, sino como un sistema dinámico donde la luz, el color, la materia y el ritmo operan como principios activos. Como señaló en una ocasión el maestro José Cestero, ese paso de Balcácer por el taller neoyorquino fue decisivo. No solo amplió su dominio técnico; le reveló que la superficie pictórica podía pensarse como un campo de tensiones y no como una ventana imitativa.

El reconocimiento institucional —Premio Nacional de Artes Plásticas (2011), inclusión en el Pérez Art Museum Miami y en el Lowe Art Museum, designación como Reserva Cultural de la Nación (2017)— ratifica lo que la crítica especializada ha señalado durante décadas; Balcácer no documenta el trópico, lo teoriza; no representa la luz caribeña, la convierte en estructura. Su obra no reproduce una identidad visual; la interroga.

En un panorama artístico regional muchas veces atrapado entre la nostalgia y la exotización, Balcácer construyó otra vía, la del pensamiento visual. Lo tropical en su obra no es un repertorio de motivos, sino un laboratorio de relaciones entre calor y transparencia, densidad y vibración, sombra y expansión. Su Caribe no es postal ni anécdota, es un lugar epistemológico donde la luz piensa.

Por eso su trayectoria no puede leerse como una suma de etapas, sino como el despliegue continuo de un método; estudiar el mundo a través del color y tensionar ese color con la materia; quebrar la superficie para revelar estructuras; asumir que cada obra es una hipótesis sobre cómo miramos y qué queda fuera del marco.

Ese método, afinado durante más de siete décadas, encuentra en Espacio y Tiempo un punto de inflexión, la confirmación de una artista que no envejeció en su estilo ni se refugió en gestos ya dominados, sino que avanzó hacia la experimentación radical con la misma curiosidad que guiaba sus primeros trazos.

La materia antes de la imagen: experimentación, color y soporte

Lo que aquella tarde reveló —más allá de la lectura luminosa del trópico— fue algo que solo se comprende en el taller y que las obras presentes en esta exposición confirman con absoluta claridad, para Ada Balcácer, la pintura comienza mucho antes del color. Empieza en el soporte, en su gramaje, en su tensión, en su vulnerabilidad; en lo que la tela puede recordar, resistir, absorber o rechazar. La experimentación técnica, lejos de ser un gesto tardío o un capricho de madurez, constituye el eje secreto de su poética visual; una forma de pensamiento material.

Balcácer concibe la superficie pictórica como un organismo vivo que necesita ser preparado, tensado, corregido o incluso herido para poder decir algo verdadero. Antes de aplicar pigmento alguno, pliega la tela, la presiona, la estría, la humedece, la corruga, la deja secar bajo peso, y luego fija esas intervenciones con gesso o medios acrílicos hasta convertirlas en memoria permanente. Las telas de la serie Nymphae, por ejemplo, no están solo pintadas, están grabadas. Cada línea vertical no imita un flujo acuático; lo produce desde la propia superficie; transforma la luz, la descompone, la hace vibrar según el relieve. Lo óptico nace de lo físico.

En Máscara Oriental (2002), este principio alcanza una de sus formulaciones más audaces, el relieve diagonal —no aplicado, sino formado dentro de la tela misma— convierte la superficie en una piel tensada, pulsante. Y los ojos de la máscara son perforaciones reales, agujeros que atraviesan el soporte. Allí, el cuadro deja de ser imagen y se convierte en objeto ritual, la pintura no representa una máscara; es una máscara. La luz exterior entra por las perforaciones y altera la obra con cada variación del entorno. El soporte deja de ser un fondo pasivo, se transforma en un dispositivo óptico y simbólico.

Ese trabajo sobre el soporte tiene una consecuencia decisiva: en Balcácer, la bidimensionalidad clásica se vuelve porosa. La superficie abandona la condición de piel lisa para transformarse en un territorio donde lo pictórico y lo escultórico conviven en un equilibrio excepcional. En Espacio Habitado (1974), la artista experimenta con un soporte recortado que funciona como marco-objeto; el cuadro respira hacia afuera, expandiéndose en la arquitectura del propio lienzo. En Dos Pescadores (2008), el pigmento parece aflorar del relieve subyacente; las raspaduras, veladuras tensadas y zonas donde la fibra se expone construyen una figuración suspendida entre atmósfera y materia. En Marina, la superficie actúa como membrana absorbente; allí, la espuma no se “pinta”, sino que brota del comportamiento mismo del soporte ante la humedad, la presión y el secado.

La obra nunca colapsa por exceso de materialidad; al contrario, se vuelve más verdadera. Balcácer integra hojas secas, mallas textiles, fragmentos de papel oriental, arpillera tensada o fibras vegetales sin que ninguno de estos elementos domine al conjunto. La superficie respira como un organismo; cada plano, cada fibra, cada capa ocupa el lugar exacto que necesita para existir. Nada sobra; nada se impone. Todo responde a leyes internas que parecen provenir del propio cuadro.

Esta dialéctica entre relieve y plano se potencia a través del color. Lejos de una paleta descriptiva o naturalista, Balcácer trabaja el color como energía estructural, fuerza que organiza el espacio, que empuja o retrae formas, que articula tensiones narrativas. De su experiencia neoyorquina proviene esta conciencia del plano como campo de fuerzas, allí aprendió que el color no es ornamento, sino arquitectura. En Nymphae, el rojo central vibra por tensión con los verdes estriados; en Dreaming, el marrón-sepia no describe una figura; la hace surgir como si fuese un fósil afectivo; en The Thinker (2023), el color es tan mínimo que parece más bien una respiración del soporte, una luz contenida.

En piezas tardías como Universo I, Ángel de Invierno o Sea and Earth, este pensamiento alcanza su punto más radical. El soporte se convierte en organismo híbrido, fibras naturales, texturas minerales, papeles superpuestos, mallas semitransparentes, marcos internos que funcionan como respiraciones o cavidades. La pintura ya no recubre; dialoga. No representa: se encarna. Allí, la materia no decora: piensa.

Por eso, en la obra de Balcácer, el color nunca flota; se asienta, vibra, se incrusta, deja huella. La materialidad funciona como una epistemología, un modo de comprender el mundo. Pintar, para ella, no es cubrir un espacio; es convocar una experiencia, un acontecimiento lumínico y táctil que sólo puede existir si la superficie ha sido transformada para recibirlo.

En Balcácer, la imagen nunca está antes que la materia. La materia es la que crea la imagen.
Y en ese gesto —técnico, poético, radical— reside la verdadera modernidad de su obra.

Metamorfosis del Bacá: poder, cuerpo y símbolo en la obra de Ada Balcácer

En Ada Balcácer, el Bacá no solo muta, se piensa a sí mismo. No es criatura, sino concepto. No es superstición, sino estructura. Al recorrer las obras, uno descubre que este ser que habitó las noches campesinas reaparece como un principio formal: el cuerpo fragmentado, la cabeza desplazada, el ojo impuesto como foco de vigilancia, la mandíbula tensada, el perfil partido que mira hacia dos tiempos simultáneamente. Esos rasgos, lejos de ser ilustraciones del mito, funcionan como herramientas para desmontar la figura humana, para liberar la pintura de la servidumbre naturalista y permitir que el cuerpo se convierta en un espacio donde lo humano es interrogado desde sus zonas más ancestrales.

En obras como El Pericón, Baca (1968) o Taticas, esta criatura híbrida se constituye a partir de dislocaciones anatómicas: cuellos imposibles, torsos que giran más allá del eje fisiológico, pómulos que se convierten en geometrías tensas. El cuerpo es un campo de batalla entre identidad y disolución. Ese desequilibrio formal —ojos demasiado grandes, manos demasiado pequeñas, mandíbulas que se proyectan— no busca monstruosidad gratuita, es un modo de representar la presión del poder sobre el cuerpo, la violencia latente en el mito. Porque el Bacá, en la tradición rural dominicana, es siempre un pacto, un intercambio oscuro entre prosperidad material y sacrificio vital. Ada traduce ese mecanismo simbólico a un lenguaje plástico donde la materia, la luz y la forma encarnan esa tensión.

La artista desmonta el mito de manera simultánea desde la semiótica y la materia. En Baca Head, por ejemplo, el rostro aislado no es un retrato demoníaco, sino una máscara pensante, una entidad observadora. La cabeza ocupa el centro como un ícono, pero su contorno vibrante, casi eléctrico, sugiere un estado de energía contenida. Los ojos, desplazados o fraccionados, se convierten en fisuras que dejan pasar un miedo primario. El color, lejos de ser teatral, opera como campo emocional, ocres densos, negros minerales, azules espesos que remiten tanto a la tierra húmeda como a la noche en que el mito circula.

Hay también una lectura de género relevante: en varias piezas, la figura femenina aparece interrumpida, partida, superpuesta. Lejos de sugerir victimización o fragilidad, estas fracturas funcionan como dispositivos de resistencia. La mujer que se revela en estas obras es simultáneamente cuerpo y espíritu, máscara y poder, territorio y amenaza. Sus límites físicos se expanden porque la subjetividad no puede ser contenida por la anatomía. En esto, Balcácer se adelanta décadas a los discursos sobre el cuerpo como construcción política.

A nivel icónico, el Bacá opera como nexo entre lo humano y lo animal, pero, en Balcácer, esa hibridez no apunta a la degradación, sino a la complejidad. El mito rural interpretaba al Bacá como un animal pactado —perro, chivo, toro—, pero Ada transforma esa bestialidad en metáfora de las pulsiones primarias, deseo, culpa, poder, miedo heredado. El Bacá no es lo que se ve; es lo que se sospecha. Por eso, en sus obras, muchas veces la criatura no aparece completa: se muestra en fragmentos, como si la pintura captara solo su paso, su estela, su respiración.

Vista desde la perspectiva técnica, esta metamorfosis también coincide con su investigación formal, los trazos largos que atraviesan las figuras, las diagonales tensas, los perfiles superpuestos, las sombras que no responden a una única fuente de luz. Estas distorsiones crean un espacio donde el Bacá no es un personaje, sino una fuerza que altera el dibujo, que perturba la estabilidad de la línea y abre la obra a múltiples lecturas temporales.

Así, lo que en la cultura campesina funcionaba como explicación del poder —por qué unos ascienden, por qué otros caen— en Balcácer se convierte en un laboratorio visual sobre identidad y transformación. El Bacá deja de ser un fantasma de finca y se vuelve un arquetipo contemporáneo; una figura que aglutina lo humano y lo inhumano, lo visible y lo oculto, lo racional y lo instintivo. Un símbolo que perdura no porque aterre, sino porque permite pensar lo que nos excede.

En este recorrido, el mito se emancipa del miedo y entra en el terreno del arte como una poética de la intensidad vital. La metamorfosis del Bacá en la obra de Ada Balcácer no explica un espanto rural, explica la fragilidad humana frente a sus propias preguntas.

La década de los noventa: la luz como estructura, la pintura como fenómeno

Las obras de los años noventa revelan un punto de inflexión en la trayectoria de Ada Balcácer, la luz deja de ser un tema pictórico para convertirse en un principio constructivo, casi en una física interna del cuadro. En esta década, Balcácer no pinta la luz: la disecciona, la tensa, la refracta, la convierte en un material más complejo que el pigmento.

En piezas como Prisma Solar (1993), Fractura de la Luz Tropical, Rendija de Luz Tropical (1992), En la Rendija, Cuerpo Prismático o las obras del nadador, el cuadro funciona como un laboratorio óptico, un espacio donde la tela se comporta como una superficie fotosensible. La geometría —prismas, retículas, diagonales moduladas, bandas que se expanden en ráfagas— actúa como un sistema para conducir, filtrar o fragmentar la energía lumínica. La luz no cae sobre la obra; brota desde adentro, como si el soporte hubiese sido preparado para emitir radiación.

En estas piezas también se manifiesta, con claridad, la dimensión matérico–estructural que definirá toda su obra tardía. Balcácer incorpora relieves acrílicos, texturas elevadas que atrapan la luz en ángulos mínimos, produciendo sombras microscópicas que vibran con cada desplazamiento del espectador. Junto a estas superficies trabajadas “a pulso”, surgen tejidos estampados, fibras sintéticas y papeles impresos que se integran en el cuadro como capas simbólicas: huellas de cultura visual, de memoria táctil, de tradición gráfica caribeña y global.

El color, en este período, deja de funcionar como paleta emocional para convertirse en arquitectura luminosa; anaranjados que irradian calor, violetas que se expanden como gases, amarillos que parecen condensarse en núcleos, azules que funcionan como presión atmosférica dentro del cuadro. Cada tono se relaciona con el siguiente según leyes internas —ópticas, estructurales, casi físicas— que Balcácer elabora con precisión.

Incluso cuando aparece la figura humana —el nadador envuelto en haces lumínicos, la figura femenina suspendida entre planos diagonales, los cuerpos que se desdibujan en la transición entre colores—, estas no retornan a la narración ni al gesto anecdótico. La figura se convierte en un cuerpo energético, absorbido por el flujo de la pintura, como si la identidad se diluyera en la irradiación misma. Es una forma de desmaterialización, la figura no se borra, pero deja de ser carne para convertirse en luz en tránsito.

En los noventa, Balcácer formula uno de los conceptos más radicales de toda su producción, la luz no ilumina la pintura; la pintura es el mecanismo mediante el cual la luz se piensa a sí misma. Con esta década, la artista desplaza definitivamente su obra hacia una zona donde la abstracción óptica, la experimentación material y la investigación sobre la luz caribeña convergen en un fenómeno irreductible: la pintura entendida como una experiencia física de la luz, no como representación de ella.

Materia, Memoria y Futuro: la radicalidad de la obra tardía

Obras —como Universo I y Esferoide moviendo al cuadro (2019)— confirman que su investigación no solo continúa, se intensifica. En estas piezas, la superficie pictórica deja de ser fondo para convertirse en un organismo en tensión, donde cada capa posee voluntad propia, donde la composición no se ordena: se negocia. Aquí, la geometría —esos círculos que laten como cuerpos celestes, semillas, o cavidades minerales— convive con un repertorio vegetal que jamás es decorativo. Hojas, tallos, brotes, fibras y texturas botánicas se injertan sobre la tela. Lo vegetal y lo geométrico no se enfrentan, se interpenetran, se metabolizan uno al otro. La esfera empuja, desplaza, “mueve al cuadro”, como sugiere el título; no es un elemento dentro de la composición, sino una fuerza que la reorganiza desde dentro.

La superficie se convierte en un campo de tensión y conciliación; el acrílico fluye con la suavidad del aerógrafo, la inmediatez del aerosol y la densidad de los pigmentos frotados; las reservas lineales del esténcil aportan estructuras que contienen ese flujo; el carboncillo —herramienta primaria, casi ritual— deja rastros que conviven con zonas bruñidas, respiradas, pulidas hasta hacer vibrar el color. El cuadro, más que pintado, esculpe su propia luz.

Pero el gesto más radical ocurre en el soporte. Balcácer lo somete a un proceso permanente de construcción y erosión: superpone papeles, injerta tejidos que se transparentan como membranas vegetales e incorpora fibras que se expanden como raíces o mallas vivas bajo la luz. En estas piezas nada flota; todo está incorporado al cuerpo del cuadro. Hay una retícula sumergida, un círculo marrón que alude a corteza o mineral, un entramado verde que ondula como agua detenida. Lo que en otros sería collage, en ella es estratigrafía, casi arqueología. Cada material —papel, malla, tejido, pasta, acrílico— porta una memoria distinta. Algunos papeles provienen de sus viajes a China: fragmentos transportados de un territorio a otro, injertos culturales que Balcácer utiliza sin exotismo ni cita literal, como extensión natural de su propia cosmogonía visual. Lo que en otro artista sería acumulación, en ella es continuidad orgánica.

Al redactar esta parte, algo se detiene. Cierro los ojos y la veo, en su estudio, sentada en su escritorio en “L”, rodeada de papeles, libros, bocetos y su Mac encendida, la luz azulada de la pantalla reflejándose en sus lentes. Revisa correos, mira noticias, piensa en los niños, los jóvenes y las mujeres de Los Guaricanos —siempre presentes en su memoria afectiva— mientras su mirada viaja hacia las obras en proceso. Cada cuadro respira en un estado distinto de gestación, uno recién iniciado, otro apenas intuido, otro en plena ebullición de capas. Y sobre cada uno, sin tocar aún el pincel, Ada comienza a construir la imagen. Resuelve tensiones, imagina colores, decide qué textura debe retenerse y cuál debe liberarse. Hay algo coreográfico, preciso, silencioso, una mente que piensa en múltiples direcciones, organizando el caos con una serenidad adquirida.

En esa quietud —ella sentada, la Mac encendida, los papeles desbordados— se revela el origen de sus obras tardías: no en el gesto, sino en la mirada que antecede al gesto; no en la materia aplicada, sino en la arquitectura mental que da sentido a cada capa. El taller de Ada Balcácer no es un lugar: es un estado mental. Cada cuadro en proceso es un interlocutor. No hay jerarquías, no hay urgencias; solo un diálogo pausado; una malla que pide más respiración, una arpillera que exige tensión, un papel oriental que debe decidirse entre ser absorbido por un verde o contenerlo. Ahí empieza la obra, mucho antes de ser visible.

Cuando se levanta y rompe la distancia con el cuadro, no duda. Sabe qué capa va primero, cuál debe esperar, cuál será aceptada por el soporte y cuál actuará como límite. Sabe que una esfera es energía; que una hoja es ritmo; que una malla es respiración. Lo que el espectador percibe como espontaneidad es, en realidad, un proceso largamente decantado. Nada en estas obras es impulsivo; todo es exacto. La intuición está presente, sí, pero disciplinada por décadas de pensamiento visual.

Y es ahí —en esa conjunción de rigor y riesgo, de contemplación y arrojo— donde su obra reciente alcanza su altura mayor, un arte que no solo se construye en el lienzo, sino que se piensa antes de ser, como si cada cuadro fuera el resultado visible de una conversación silenciosa entre la artista y el mundo.

The Thinker (2023) condensa, en un formato íntimo, la lucidez última de Balcácer. La figura —tensa, quebrada, casi mineral— parece surgir de un silencio espeso, como si el pensamiento fuese también una forma de luz detenida. Aquí el dibujo vuelve a ser estructura y memoria, líneas que sostienen el cuerpo, sombras que lo interrogan, fragmentos que evocan un origen que no termina de fijarse. En esta obra final creada en territorio dominicano, Ada retoma su antiguo impulso de mirar hacia adentro, pero lo hace con una economía radical: cada trazo respira, cada vacío piensa. Es un cierre que no clausura, sino que continúa la conversación silenciosa que su obra ha sostenido durante décadas.

Construcción material: donde nace la imagen

La obra tardía de Balcácer no surge de una operación acumulativa, sino de una ingeniería material donde cada elemento tiene un rol funcional y no solo poético. La construcción comienza en el soporte, pero no para volver a describirlo como organismo —ya lo hicimos antes— sino para entender qué hace cada material dentro del sistema. La tela aporta resistencia y elasticidad; el papel lavado permite una absorción irregular que fractura la uniformidad del pigmento; las mallas introducen tensiones que afectan la circulación de la luz; las fibras crean zonas de retención o interrupción. No se trata de texturas decorativas, son decisiones estructurales que determinan por dónde respira, se expande o se contrae la composición.

Sobre esa arquitectura, el dibujo no funciona como base reconocible, sino como instrumento de navegación: el carboncillo delimita áreas de fricción, marca umbrales, define vectores de energía que luego la pintura debe seguir o contradecir. Cuando reaparece bajo las capas finales, no lo hace como memoria arqueológica, sino como línea de tensión activa que mantiene el cuadro en estado dinámico.

La pintura —acrílico, pigmentos mates, mezclas experimentales— opera como agente de cohesión y conflicto. Más que color, es comportamiento; se adhiere, se retrae, penetra, resbala, se corta en seco o se funde según la preparación previa del soporte. El spray aporta atmósferas que no buscan suavizar, sino modular la presión de los elementos; los esténciles introducen intervalos de precisión geométrica que estabilizan zonas de exceso o dispersión.

Los injertos botánicos —hojas, fibras, tejidos— no funcionan como metáforas de lo natural, sino como módulos de resistencia y porosidad, alteran el movimiento de la luz, generan micro–sombras, obligan al pigmento a desviarse. La geometría, por su parte, no organiza: interfiere. Las esferas no armonizan, empujan; no representan cuerpos celestes, sino fuerzas que desplazan, reorganizan o tensan la superficie.

En este campo de fuerzas, nada es decorativo y nada está subordinado: cada material actúa como agente independiente dentro de una dinámica visual. La obra no se construye por capas que ocultan, sino por correspondencias y contradicciones entre materiales que se comportan como entidades vivas. Balcácer no busca una imagen final, sino un estado de equilibrio inestable donde cada decisión técnica modifica la lectura del conjunto.

El lugar de Ada Balcácer en el arte dominicano contemporáneo

Ubicar a Ada Balcácer dentro del arte dominicano contemporáneo exige reconocer algo más que su trayectoria; exige reconocer la transformación silenciosa —pero decisiva— que produjo en la visualidad del país. No fue solo puente entre la modernidad pictórica del siglo XX y los lenguajes experimentales posteriores; fue también fractura, un punto de inflexión que desestabilizó los relatos cómodos que durante décadas redujeron la estética caribeña a la ilustración de identidades.

Las obras que atraviesan toda su producción —desde la iconografía perturbadora del Bacá hasta las geometrías luminosas de los noventa y la radicalidad matérico-conceptual de su etapa final— demuestran que Balcácer operó un desplazamiento profundo, lo tropical dejó de ser un motivo para convertirse en una teoría. La luz trópica, el calor, las vibraciones cromáticas, las variaciones de densidad y sombra no son decoraciones ni climas emocionales; son mecanismos conceptuales que organizan el cuadro desde adentro, estructuras que piensan.

Esta concepción —que hoy reconocemos en prácticas contemporáneas basadas en la hibridez material, los soportes expandidos y la pintura como objeto vivo— la introdujo Balcácer cuando la escena dominicana aún orbitaba entre el costumbrismo, la narración explícita y la iconografía esencialista. Mientras la pintura local seguía preguntándose “¿cómo se ve el Caribe?”, ella invertía la ecuación y hacía la pregunta verdadera: ¿qué piensa la luz del Caribe cuando toca la materia?

Muchos caminos que hoy recorren artistas dominicanos —el abandono del marco rígido, la idea del collage como pensamiento, la apertura del color como estructura...— encontraron en su obra una de sus formulaciones más tempranas y audaces. No es hipérbole afirmar que su legado contribuyó decisivamente a que la contemporaneidad dominicana ganara en amplitud, complejidad y, sobre todo, luminosidad.

Luz y materia como legado

El legado de Ada Balcácer no se reduce a un estilo ni a un repertorio formal. es un método, una ética de aproximación a la imagen que redefine la relación entre luz, materia y soporte. En su obra, la luz no ilumina: organiza; actúa como una fuerza que reconfigura cuerpos, altera densidades y obliga al cuadro a pensar desde dentro. La materia no decora: razona; cada fibra, papel lavado, malla o injerto vegetal introduce una inteligencia táctil que expande el sentido de la pintura. Y el soporte no recibe: participa; se comporta como escenario vivo, parte activa del conflicto entre gesto, color y forma. Este modo de concebir la pintura trasciende el ámbito estrictamente visual: para los pintores, es una ética de experimentación; para los conservadores, un desafío técnico que exige nuevas metodologías de estudio y preservación; para los historiadores del arte, una reorganización de genealogías; para los jóvenes artistas, una advertencia luminosa que los invita a no conformarse con la primera imagen. Si el arte es una forma de reorganizar el mundo, Balcácer ofrece un mapa en el que la luz interroga, la materia respira y cada obra abre una vía para pensar el Caribe desde su complejidad profunda.

La Balcácer que queda después del recorrido

Tras atravesar Espacio y Tiempo, lo que permanece no es una conclusión ni un cierre —porque su vida continúa—, sino una presencia activa que sigue pensando incluso cuando ya no está frente al lienzo. La Balcácer que queda es la artista cuya mirada continúa interrogando la materia, la luz y la posibilidad misma de la imagen. Es la que todavía encarna la pregunta fundacional que ha guiado toda su obra: ¿qué puede una tela, qué puede una fibra, qué puede un color cuando la luz del Caribe lo pone a prueba? Es una conciencia que permanece en vigilia, incluso cuando el taller habita el silencio.

Esa Balcácer —viva, lúcida, vigilante desde su escritorio lleno de papeles, libros y pantallas— sigue imaginando la pintura como si cada cuadro fuera el primero. Sigue creyendo que ninguna imagen vale la pena si no asume el riesgo de transformarse. Aunque la acción pictórica haya cedido paso a la contemplación, su pensamiento visual continúa activo, expandiéndose en quienes observan su obra y reorganizando genealogías, preguntas y modos de ver.

Después del recorrido, uno entiende que su obra no es un archivo cerrado, sino un organismo que continúa respirando. Su legado no se clausura porque ella misma sigue ahí, sosteniendo la mirada que lo originó. En esa persistencia —en esa luz interna que aún vibra en sus obras y en su pensamiento— se reconoce la dimensión más profunda de su aporte.

Ada Balcácer no solo pintó un país:
lo reconfiguró desde la luz.
Y esa luz —que transformó la pintura dominicana desde sus cimientos— no se apaga: permanece como una fuerza que sigue orientando, tensando y expandiendo nuestra manera de mirar.

Texto: Ruahidy Lombert • Publicado el 23 de noviembre de 2025