Espacio y Tiempo: Ada Balcácer en el Centro Cultural Banreservas

Una exposición que trasciende la nostalgia para confirmar la vigencia de una maestra que nunca dejó de enseñarnos a mirar

Obra de Ada Balcácer
Ada Balcácer. Prisma Solar, Ensayo de Luz (1993). Acrílico y relieve sobre canvas, 60" x 50". Colección Marian Mercado Balcácer.

Corría el primer semestre de nuestro segundo año en Bellas Artes e Ilustración en la Escuela de Diseño de Altos de Chavón —aquella villa mediterránea ilusoria trasplantada al Caribe— cuando el azar quiso que yo estuviera ausente el día que Ada Balcácer cruzó el umbral del aula octogonal.

Flanqueada por su admirado amigo, el artista visual Carlos Hinojosa, y ante la mirada expectante de Carlos Montesinos y Stephen Kaplan, la maestra se detuvo frente a los trabajos que habíamos colgado con la inseguridad propia del aprendizaje. Su voz rompió el silencio con una pregunta; «¿De quién es ese?». Aquella interrogante, seguida de una valoración técnica que conocería después, no solo validó mi búsqueda incipiente, sino que marcó el punto de partida de una amistad entrañable que nos uniría para siempre.

Al llegar, jadeante tras la alerta urgente de un compañero, José Antonio Abud, el instinto me dictó cautela y me deslicé entre mis compañeros. Desde esa invisibilidad, no asistí a una corrección de aula, sino a la irrupción de una fuerza de la naturaleza revelando la arquitectura oculta de la imagen. Esa tarde, Ada no hablaba simplemente de color y forma; teorizaba sobre cómo la luz caribeña descompone y reconstruye la realidad. Esa lección fundacional, absorbida desde el anonimato, persiste hoy con renovada vigencia. Al enfrentarnos a esta exposición, el despliegue de códigos, símbolos y lenguajes visuales confirma una verdad ineludible: la maestra nunca dejó de enseñarnos a mirar.

Ese instante —aquel descubrimiento súbito de una mirada capaz de desmontar la realidad para reconstruirla desde la luz— regresó con fuerza al recorrer cada sala del Centro Cultural Banreservas. Espacio y Tiempo; Ada Balcácer no es solo una exposición; es la continuidad natural de aquella primera clase involuntaria. La maestra que irrumpió en el aula octogonal sigue aquí, intacta en su lucidez, expandida en su audacia, desbordada en una obra que jamás aceptó el sosiego ni la repetición.

Frente a estas piezas, uno comprende que su enseñanza nunca estuvo sujeta a un aula, ni a un tiempo, ni a una edad. Balcácer sigue hablando —desde el papel, la tela, la materia, la luz— con la misma intensidad con que habló aquel día. Y este recorrido curatorial, lejos de anclarse en la nostalgia, despliega una vida entera como una cartografía luminosa que se abre paso hacia su producción más reciente; una etapa en la que la experimentación se convierte en impulso vital y la materia en territorio poético.

Una trayectoria que teoriza el trópico

Ada Balcácer (Santo Domingo, 1930) constituye un caso singular en la historiografía del arte caribeño. Formada en la Escuela Nacional de Bellas Artes bajo el magisterio de Celeste Woss y Gil, José Gausachs, Manolo Pascual y Gilberto Hernández Ortega —figuras que vehicularon en el Caribe las tensiones entre el expresionismo europeo y la búsqueda de una visualidad autóctona—, desarrolló tempranamente un aparato conceptual propio que excede las categorías del paisajismo tropical o el folklorismo cromático.

Su paso por el Fashion Institute of Technology y su exposición a la gráfica internacional durante la década neoyorquina (1954-1961) sedimentaron en su obra una conciencia del plano pictórico como campo de fuerzas, no como ventana mimética. Desde entonces, Balcácer entiende la superficie no como un espacio para representar la realidad, sino como un sistema dinámico donde la luz, el color, la materia y el ritmo operan como principios activos. Como señaló en una ocasión el maestro José Cestero, ese paso de Balcácer por el taller neoyorquino fue decisivo. No solo amplió su dominio técnico; le reveló que la superficie pictórica podía pensarse como un campo de tensiones y no como una ventana imitativa.

El reconocimiento institucional —Premio Nacional de Artes Plásticas (2011), inclusión en el Pérez Art Museum Miami y en el Lowe Art Museum, designación como Reserva Cultural de la Nación (2017)— ratifica lo que la crítica especializada ha señalado durante décadas; Balcácer no documenta el trópico, lo teoriza; no representa la luz caribeña, la convierte en estructura. Su obra no reproduce una identidad visual; la interroga.

En un panorama artístico regional muchas veces atrapado entre la nostalgia y la exotización, Balcácer construyó otra vía, la del pensamiento visual. Lo tropical en su obra no es un repertorio de motivos, sino un laboratorio de relaciones entre calor y transparencia, densidad y vibración, sombra y expansión. Su Caribe no es postal ni anécdota, es un lugar epistemológico donde la luz piensa.

Por eso su trayectoria no puede leerse como una suma de etapas, sino como el despliegue continuo de un método; estudiar el mundo a través del color y tensionar ese color con la materia; quebrar la superficie para revelar estructuras; asumir que cada obra es una hipótesis sobre cómo miramos y qué queda fuera del marco.

Ese método, afinado durante más de siete décadas, encuentra en Espacio y Tiempo un punto de inflexión, la confirmación de una artista que no envejeció en su estilo ni se refugió en gestos ya dominados, sino que avanzó hacia la experimentación radical con la misma curiosidad que guiaba sus primeros trazos.

La materia antes de la imagen: experimentación, color y soporte

Lo que aquella tarde reveló —más allá de la lectura luminosa del trópico— fue algo que solo se comprende en el taller y que las obras presentes en esta exposición confirman con absoluta claridad, para Ada Balcácer, la pintura comienza mucho antes del color. Empieza en el soporte, en su gramaje, en su tensión, en su vulnerabilidad; en lo que la tela puede recordar, resistir, absorber o rechazar. La experimentación técnica, lejos de ser un gesto tardío o un capricho de madurez, constituye el eje secreto de su poética visual; una forma de pensamiento material.

Balcácer concibe la superficie pictórica como un organismo vivo que necesita ser preparado, tensado, corregido o incluso herido para poder decir algo verdadero. Antes de aplicar pigmento alguno, pliega la tela, la presiona, la estría, la humedece, la corruga, la deja secar bajo peso, y luego fija esas intervenciones con gesso o medios acrílicos hasta convertirlas en memoria permanente. Las telas de la serie Nymphae, por ejemplo, no están solo pintadas, están grabadas. Cada línea vertical no imita un flujo acuático; lo produce desde la propia superficie; transforma la luz, la descompone, la hace vibrar según el relieve. Lo óptico nace de lo físico.

En Máscara Oriental (2002), este principio alcanza una de sus formulaciones más audaces, el relieve diagonal —no aplicado, sino formado dentro de la tela misma— convierte la superficie en una piel tensada, pulsante. Y los ojos de la máscara son perforaciones reales, agujeros que atraviesan el soporte. Allí, el cuadro deja de ser imagen y se convierte en objeto ritual, la pintura no representa una máscara; es una máscara. La luz exterior entra por las perforaciones y altera la obra con cada variación del entorno. El soporte deja de ser un fondo pasivo, se transforma en un dispositivo óptico y simbólico.

Ese trabajo sobre el soporte tiene una consecuencia decisiva: en Balcácer, la bidimensionalidad clásica se vuelve porosa. La superficie abandona la condición de piel lisa para transformarse en un territorio donde lo pictórico y lo escultórico conviven en un equilibrio excepcional. En Espacio Habitado (1974), la artista experimenta con un soporte recortado que funciona como marco-objeto; el cuadro respira hacia afuera, expandiéndose en la arquitectura del propio lienzo. En Dos Pescadores (2008), el pigmento parece aflorar del relieve subyacente; las raspaduras, veladuras tensadas y zonas donde la fibra se expone construyen una figuración suspendida entre atmósfera y materia. En Marina, la superficie actúa como membrana absorbente; allí, la espuma no se “pinta”, sino que brota del comportamiento mismo del soporte ante la humedad, la presión y el secado.

La obra nunca colapsa por exceso de materialidad; al contrario, se vuelve más verdadera. Balcácer integra hojas secas, mallas textiles, fragmentos de papel oriental, arpillera tensada o fibras vegetales sin que ninguno de estos elementos domine al conjunto. La superficie respira como un organismo; cada plano, cada fibra, cada capa ocupa el lugar exacto que necesita para existir. Nada sobra; nada se impone. Todo responde a leyes internas que parecen provenir del propio cuadro.

Esta dialéctica entre relieve y plano se potencia a través del color. Lejos de una paleta descriptiva o naturalista, Balcácer trabaja el color como energía estructural, fuerza que organiza el espacio, que empuja o retrae formas, que articula tensiones narrativas. De su experiencia neoyorquina proviene esta conciencia del plano como campo de fuerzas, allí aprendió que el color no es ornamento, sino arquitectura. En Nymphae, el rojo central vibra por tensión con los verdes estriados; en Dreaming, el marrón-sepia no describe una figura; la hace surgir como si fuese un fósil afectivo; en The Thinker (2023), el color es tan mínimo que parece más bien una respiración del soporte, una luz contenida.

En piezas tardías como Universo I, Ángel de Invierno o Sea and Earth, este pensamiento alcanza su punto más radical. El soporte se convierte en organismo híbrido, fibras naturales, texturas minerales, papeles superpuestos, mallas semitransparentes, marcos internos que funcionan como respiraciones o cavidades. La pintura ya no recubre; dialoga. No representa: se encarna. Allí, la materia no decora: piensa.

Por eso, en la obra de Balcácer, el color nunca flota; se asienta, vibra, se incrusta, deja huella. La materialidad funciona como una epistemología, un modo de comprender el mundo. Pintar, para ella, no es cubrir un espacio; es convocar una experiencia, un acontecimiento lumínico y táctil que sólo puede existir si la superficie ha sido transformada para recibirlo.

En Balcácer, la imagen nunca está antes que la materia. La materia es la que crea la imagen.
Y en ese gesto —técnico, poético, radical— reside la verdadera modernidad de su obra.

Metamorfosis del Bacá: poder, cuerpo y símbolo en la obra de Ada Balcácer

En Ada Balcácer, el Bacá no solo muta, se piensa a sí mismo. No es criatura, sino concepto. No es superstición, sino estructura. Al recorrer las obras, uno descubre que este ser que habitó las noches campesinas reaparece como un principio formal: el cuerpo fragmentado, la cabeza desplazada, el ojo impuesto como foco de vigilancia, la mandíbula tensada, el perfil partido que mira hacia dos tiempos simultáneamente. Esos rasgos, lejos de ser ilustraciones del mito, funcionan como herramientas para desmontar la figura humana, para liberar la pintura de la servidumbre naturalista y permitir que el cuerpo se convierta en un espacio donde lo humano es interrogado desde sus zonas más ancestrales.

En obras como El Pericón, Baca (1968) o Taticas, esta criatura híbrida se constituye a partir de dislocaciones anatómicas: cuellos imposibles, torsos que giran más allá del eje fisiológico, pómulos que se convierten en geometrías tensas. El cuerpo es un campo de batalla entre identidad y disolución. Ese desequilibrio formal —ojos demasiado grandes, manos demasiado pequeñas, mandíbulas que se proyectan— no busca monstruosidad gratuita, es un modo de representar la presión del poder sobre el cuerpo, la violencia latente en el mito. Porque el Bacá, en la tradición rural dominicana, es siempre un pacto, un intercambio oscuro entre prosperidad material y sacrificio vital. Ada traduce ese mecanismo simbólico a un lenguaje plástico donde la materia, la luz y la forma encarnan esa tensión.

La artista desmonta el mito de manera simultánea desde la semiótica y la materia. En Baca Head, por ejemplo, el rostro aislado no es un retrato demoníaco, sino una máscara pensante, una entidad observadora. La cabeza ocupa el centro como un ícono, pero su contorno vibrante, casi eléctrico, sugiere un estado de energía contenida. Los ojos, desplazados o fraccionados, se convierten en fisuras que dejan pasar un miedo primario. El color, lejos de ser teatral, opera como campo emocional, ocres densos, negros minerales, azules espesos que remiten tanto a la tierra húmeda como a la noche en que el mito circula.

Hay también una lectura de género relevante: en varias piezas, la figura femenina aparece interrumpida, partida, superpuesta. Lejos de sugerir victimización o fragilidad, estas fracturas funcionan como dispositivos de resistencia. La mujer que se revela en estas obras es simultáneamente cuerpo y espíritu, máscara y poder, territorio y amenaza. Sus límites físicos se expanden porque la subjetividad no puede ser contenida por la anatomía. En esto, Balcácer se adelanta décadas a los discursos sobre el cuerpo como construcción política.

A nivel icónico, el Bacá opera como nexo entre lo humano y lo animal, pero, en Balcácer, esa hibridez no apunta a la degradación, sino a la complejidad. El mito rural interpretaba al Bacá como un animal pactado —perro, chivo, toro—, pero Ada transforma esa bestialidad en metáfora de las pulsiones primarias, deseo, culpa, poder, miedo heredado. El Bacá no es lo que se ve; es lo que se sospecha. Por eso, en sus obras, muchas veces la criatura no aparece completa: se muestra en fragmentos, como si la pintura captara solo su paso, su estela, su respiración.

Vista desde la perspectiva técnica, esta metamorfosis también coincide con su investigación formal, los trazos largos que atraviesan las figuras, las diagonales tensas, los perfiles superpuestos, las sombras que no responden a una única fuente de luz. Estas distorsiones crean un espacio donde el Bacá no es un personaje, sino una fuerza que altera el dibujo, que perturba la estabilidad de la línea y abre la obra a múltiples lecturas temporales.

Así, lo que en la cultura campesina funcionaba como explicación del poder —por qué unos ascienden, por qué otros caen— en Balcácer se convierte en un laboratorio visual sobre identidad y transformación. El Bacá deja de ser un fantasma de finca y se vuelve un arquetipo contemporáneo; una figura que aglutina lo humano y lo inhumano, lo visible y lo oculto, lo racional y lo instintivo. Un símbolo que perdura no porque aterre, sino porque permite pensar lo que nos excede.

En este recorrido, el mito se emancipa del miedo y entra en el terreno del arte como una poética de la intensidad vital. La metamorfosis del Bacá en la obra de Ada Balcácer no explica un espanto rural, explica la fragilidad humana frente a sus propias preguntas.

La década de los noventa: la luz como estructura, la pintura como fenómeno

Las obras de los años noventa revelan un punto de inflexión en la trayectoria de Ada Balcácer, la luz deja de ser un tema pictórico para convertirse en un principio constructivo, casi en una física interna del cuadro. En esta década, Balcácer no pinta la luz: la disecciona, la tensa, la refracta, la convierte en un material más complejo que el pigmento.

En piezas como Prisma Solar (1993), Fractura de la Luz Tropical, Rendija de Luz Tropical (1992), En la Rendija, Cuerpo Prismático o las obras del nadador, el cuadro funciona como un laboratorio óptico, un espacio donde la tela se comporta como una superficie fotosensible. La geometría —prismas, retículas, diagonales moduladas, bandas que se expanden en ráfagas— actúa como un sistema para conducir, filtrar o fragmentar la energía lumínica. La luz no cae sobre la obra; brota desde adentro, como si el soporte hubiese sido preparado para emitir radiación.

En estas piezas también se manifiesta, con claridad, la dimensión matérico–estructural que definirá toda su obra tardía. Balcácer incorpora relieves acrílicos, texturas elevadas que atrapan la luz en ángulos mínimos, produciendo sombras microscópicas que vibran con cada desplazamiento del espectador. Junto a estas superficies trabajadas “a pulso”, surgen tejidos estampados, fibras sintéticas y papeles impresos que se integran en el cuadro como capas simbólicas: huellas de cultura visual, de memoria táctil, de tradición gráfica caribeña y global.

El color, en este período, deja de funcionar como paleta emocional para convertirse en arquitectura luminosa; anaranjados que irradian calor, violetas que se expanden como gases, amarillos que parecen condensarse en núcleos, azules que funcionan como presión atmosférica dentro del cuadro. Cada tono se relaciona con el siguiente según leyes internas —ópticas, estructurales, casi físicas— que Balcácer elabora con precisión.

Incluso cuando aparece la figura humana —el nadador envuelto en haces lumínicos, la figura femenina suspendida entre planos diagonales, los cuerpos que se desdibujan en la transición entre colores—, estas no retornan a la narración ni al gesto anecdótico. La figura se convierte en un cuerpo energético, absorbido por el flujo de la pintura, como si la identidad se diluyera en la irradiación misma. Es una forma de desmaterialización, la figura no se borra, pero deja de ser carne para convertirse en luz en tránsito.

En los noventa, Balcácer formula uno de los conceptos más radicales de toda su producción, la luz no ilumina la pintura; la pintura es el mecanismo mediante el cual la luz se piensa a sí misma. Con esta década, la artista desplaza definitivamente su obra hacia una zona donde la abstracción óptica, la experimentación material y la investigación sobre la luz caribeña convergen en un fenómeno irreductible: la pintura entendida como una experiencia física de la luz, no como representación de ella.

Materia, Memoria y Futuro: la radicalidad de la obra tardía

Obras —como Universo I y Esferoide moviendo al cuadro (2019)— confirman que su investigación no solo continúa, se intensifica. En estas piezas, la superficie pictórica deja de ser fondo para convertirse en un organismo en tensión, donde cada capa posee voluntad propia, donde la composición no se ordena: se negocia. Aquí, la geometría —esos círculos que laten como cuerpos celestes, semillas, o cavidades minerales— convive con un repertorio vegetal que jamás es decorativo. Hojas, tallos, brotes, fibras y texturas botánicas se injertan sobre la tela. Lo vegetal y lo geométrico no se enfrentan, se interpenetran, se metabolizan uno al otro. La esfera empuja, desplaza, “mueve al cuadro”, como sugiere el título; no es un elemento dentro de la composición, sino una fuerza que la reorganiza desde dentro.

La superficie se convierte en un campo de tensión y conciliación; el acrílico fluye con la suavidad del aerógrafo, la inmediatez del aerosol y la densidad de los pigmentos frotados; las reservas lineales del esténcil aportan estructuras que contienen ese flujo; el carboncillo —herramienta primaria, casi ritual— deja rastros que conviven con zonas bruñidas, respiradas, pulidas hasta hacer vibrar el color. El cuadro, más que pintado, esculpe su propia luz.

Pero el gesto más radical ocurre en el soporte. Balcácer lo somete a un proceso permanente de construcción y erosión: superpone papeles, injerta tejidos que se transparentan como membranas vegetales e incorpora fibras que se expanden como raíces o mallas vivas bajo la luz. En estas piezas nada flota; todo está incorporado al cuerpo del cuadro. Hay una retícula sumergida, un círculo marrón que alude a corteza o mineral, un entramado verde que ondula como agua detenida. Lo que en otros sería collage, en ella es estratigrafía, casi arqueología. Cada material —papel, malla, tejido, pasta, acrílico— porta una memoria distinta. Algunos papeles provienen de sus viajes a China: fragmentos transportados de un territorio a otro, injertos culturales que Balcácer utiliza sin exotismo ni cita literal, como extensión natural de su propia cosmogonía visual. Lo que en otro artista sería acumulación, en ella es continuidad orgánica.

Al redactar esta parte, algo se detiene. Cierro los ojos y la veo, en su estudio, sentada en su escritorio en “L”, rodeada de papeles, libros, bocetos y su Mac encendida, la luz azulada de la pantalla reflejándose en sus lentes. Revisa correos, mira noticias, piensa en los niños, los jóvenes y las mujeres de Los Guaricanos —siempre presentes en su memoria afectiva— mientras su mirada viaja hacia las obras en proceso. Cada cuadro respira en un estado distinto de gestación, uno recién iniciado, otro apenas intuido, otro en plena ebullición de capas. Y sobre cada uno, sin tocar aún el pincel, Ada comienza a construir la imagen. Resuelve tensiones, imagina colores, decide qué textura debe retenerse y cuál debe liberarse. Hay algo coreográfico, preciso, silencioso, una mente que piensa en múltiples direcciones, organizando el caos con una serenidad adquirida.

En esa quietud —ella sentada, la Mac encendida, los papeles desbordados— se revela el origen de sus obras tardías: no en el gesto, sino en la mirada que antecede al gesto; no en la materia aplicada, sino en la arquitectura mental que da sentido a cada capa. El taller de Ada Balcácer no es un lugar: es un estado mental. Cada cuadro en proceso es un interlocutor. No hay jerarquías, no hay urgencias; solo un diálogo pausado; una malla que pide más respiración, una arpillera que exige tensión, un papel oriental que debe decidirse entre ser absorbido por un verde o contenerlo. Ahí empieza la obra, mucho antes de ser visible.

Cuando se levanta y rompe la distancia con el cuadro, no duda. Sabe qué capa va primero, cuál debe esperar, cuál será aceptada por el soporte y cuál actuará como límite. Sabe que una esfera es energía; que una hoja es ritmo; que una malla es respiración. Lo que el espectador percibe como espontaneidad es, en realidad, un proceso largamente decantado. Nada en estas obras es impulsivo; todo es exacto. La intuición está presente, sí, pero disciplinada por décadas de pensamiento visual.

Y es ahí —en esa conjunción de rigor y riesgo, de contemplación y arrojo— donde su obra reciente alcanza su altura mayor, un arte que no solo se construye en el lienzo, sino que se piensa antes de ser, como si cada cuadro fuera el resultado visible de una conversación silenciosa entre la artista y el mundo.

The Thinker (2023) condensa, en un formato íntimo, la lucidez última de Balcácer. La figura —tensa, quebrada, casi mineral— parece surgir de un silencio espeso, como si el pensamiento fuese también una forma de luz detenida. Aquí el dibujo vuelve a ser estructura y memoria, líneas que sostienen el cuerpo, sombras que lo interrogan, fragmentos que evocan un origen que no termina de fijarse. En esta obra final creada en territorio dominicano, Ada retoma su antiguo impulso de mirar hacia adentro, pero lo hace con una economía radical: cada trazo respira, cada vacío piensa. Es un cierre que no clausura, sino que continúa la conversación silenciosa que su obra ha sostenido durante décadas.

Construcción material: donde nace la imagen

La obra tardía de Balcácer no surge de una operación acumulativa, sino de una ingeniería material donde cada elemento tiene un rol funcional y no solo poético. La construcción comienza en el soporte, pero no para volver a describirlo como organismo —ya lo hicimos antes— sino para entender qué hace cada material dentro del sistema. La tela aporta resistencia y elasticidad; el papel lavado permite una absorción irregular que fractura la uniformidad del pigmento; las mallas introducen tensiones que afectan la circulación de la luz; las fibras crean zonas de retención o interrupción. No se trata de texturas decorativas, son decisiones estructurales que determinan por dónde respira, se expande o se contrae la composición.

Sobre esa arquitectura, el dibujo no funciona como base reconocible, sino como instrumento de navegación: el carboncillo delimita áreas de fricción, marca umbrales, define vectores de energía que luego la pintura debe seguir o contradecir. Cuando reaparece bajo las capas finales, no lo hace como memoria arqueológica, sino como línea de tensión activa que mantiene el cuadro en estado dinámico.

La pintura —acrílico, pigmentos mates, mezclas experimentales— opera como agente de cohesión y conflicto. Más que color, es comportamiento; se adhiere, se retrae, penetra, resbala, se corta en seco o se funde según la preparación previa del soporte. El spray aporta atmósferas que no buscan suavizar, sino modular la presión de los elementos; los esténciles introducen intervalos de precisión geométrica que estabilizan zonas de exceso o dispersión.

Los injertos botánicos —hojas, fibras, tejidos— no funcionan como metáforas de lo natural, sino como módulos de resistencia y porosidad, alteran el movimiento de la luz, generan micro–sombras, obligan al pigmento a desviarse. La geometría, por su parte, no organiza: interfiere. Las esferas no armonizan, empujan; no representan cuerpos celestes, sino fuerzas que desplazan, reorganizan o tensan la superficie.

En este campo de fuerzas, nada es decorativo y nada está subordinado: cada material actúa como agente independiente dentro de una dinámica visual. La obra no se construye por capas que ocultan, sino por correspondencias y contradicciones entre materiales que se comportan como entidades vivas. Balcácer no busca una imagen final, sino un estado de equilibrio inestable donde cada decisión técnica modifica la lectura del conjunto.

El lugar de Ada Balcácer en el arte dominicano contemporáneo

Ubicar a Ada Balcácer dentro del arte dominicano contemporáneo exige reconocer algo más que su trayectoria; exige reconocer la transformación silenciosa —pero decisiva— que produjo en la visualidad del país. No fue solo puente entre la modernidad pictórica del siglo XX y los lenguajes experimentales posteriores; fue también fractura, un punto de inflexión que desestabilizó los relatos cómodos que durante décadas redujeron la estética caribeña a la ilustración de identidades.

Las obras que atraviesan toda su producción —desde la iconografía perturbadora del Bacá hasta las geometrías luminosas de los noventa y la radicalidad matérico-conceptual de su etapa final— demuestran que Balcácer operó un desplazamiento profundo, lo tropical dejó de ser un motivo para convertirse en una teoría. La luz trópica, el calor, las vibraciones cromáticas, las variaciones de densidad y sombra no son decoraciones ni climas emocionales; son mecanismos conceptuales que organizan el cuadro desde adentro, estructuras que piensan.

Esta concepción —que hoy reconocemos en prácticas contemporáneas basadas en la hibridez material, los soportes expandidos y la pintura como objeto vivo— la introdujo Balcácer cuando la escena dominicana aún orbitaba entre el costumbrismo, la narración explícita y la iconografía esencialista. Mientras la pintura local seguía preguntándose “¿cómo se ve el Caribe?”, ella invertía la ecuación y hacía la pregunta verdadera: ¿qué piensa la luz del Caribe cuando toca la materia?

Muchos caminos que hoy recorren artistas dominicanos —el abandono del marco rígido, la idea del collage como pensamiento, la apertura del color como estructura...— encontraron en su obra una de sus formulaciones más tempranas y audaces. No es hipérbole afirmar que su legado contribuyó decisivamente a que la contemporaneidad dominicana ganara en amplitud, complejidad y, sobre todo, luminosidad.

Luz y materia como legado

El legado de Ada Balcácer no se reduce a un estilo ni a un repertorio formal. es un método, una ética de aproximación a la imagen que redefine la relación entre luz, materia y soporte. En su obra, la luz no ilumina: organiza; actúa como una fuerza que reconfigura cuerpos, altera densidades y obliga al cuadro a pensar desde dentro. La materia no decora: razona; cada fibra, papel lavado, malla o injerto vegetal introduce una inteligencia táctil que expande el sentido de la pintura. Y el soporte no recibe: participa; se comporta como escenario vivo, parte activa del conflicto entre gesto, color y forma. Este modo de concebir la pintura trasciende el ámbito estrictamente visual: para los pintores, es una ética de experimentación; para los conservadores, un desafío técnico que exige nuevas metodologías de estudio y preservación; para los historiadores del arte, una reorganización de genealogías; para los jóvenes artistas, una advertencia luminosa que los invita a no conformarse con la primera imagen. Si el arte es una forma de reorganizar el mundo, Balcácer ofrece un mapa en el que la luz interroga, la materia respira y cada obra abre una vía para pensar el Caribe desde su complejidad profunda.

La Balcácer que queda después del recorrido

Tras atravesar Espacio y Tiempo, lo que permanece no es una conclusión ni un cierre —porque su vida continúa—, sino una presencia activa que sigue pensando incluso cuando ya no está frente al lienzo. La Balcácer que queda es la artista cuya mirada continúa interrogando la materia, la luz y la posibilidad misma de la imagen. Es la que todavía encarna la pregunta fundacional que ha guiado toda su obra: ¿qué puede una tela, qué puede una fibra, qué puede un color cuando la luz del Caribe lo pone a prueba? Es una conciencia que permanece en vigilia, incluso cuando el taller habita el silencio.

Esa Balcácer —viva, lúcida, vigilante desde su escritorio lleno de papeles, libros y pantallas— sigue imaginando la pintura como si cada cuadro fuera el primero. Sigue creyendo que ninguna imagen vale la pena si no asume el riesgo de transformarse. Aunque la acción pictórica haya cedido paso a la contemplación, su pensamiento visual continúa activo, expandiéndose en quienes observan su obra y reorganizando genealogías, preguntas y modos de ver.

Después del recorrido, uno entiende que su obra no es un archivo cerrado, sino un organismo que continúa respirando. Su legado no se clausura porque ella misma sigue ahí, sosteniendo la mirada que lo originó. En esa persistencia —en esa luz interna que aún vibra en sus obras y en su pensamiento— se reconoce la dimensión más profunda de su aporte.

Ada Balcácer no solo pintó un país:
lo reconfiguró desde la luz.
Y esa luz —que transformó la pintura dominicana desde sus cimientos— no se apaga: permanece como una fuerza que sigue orientando, tensando y expandiendo nuestra manera de mirar.

Texto: Ruahidy Lombert • Publicado el 23 de noviembre de 2025

Espacio y Tiempo: Ada Balcácer en el Centro Cultural Banreservas

La palmera muerta y el culto al icom: refutación técnica de un fraude intelectual

I. LITURGIA SIN LECTURA

1.1. El ritual de la invocación sin lectura

En días pasados recibí una carta en la que, con una solemnidad cuasi apostólica, se me exhortaba a iluminar al país sobre el misterio teológico de los "materiales perecederos", como si la comunidad artística hubiese estado aguardando —antorchas en mano— mi revelación definitiva. Según la misiva, mi silencio no era prudencia, ni rigor, ni respeto por los hechos, sino una especie de grave omisión profesional, casi una traición doctrinal al ICOM. Confieso que quedé impresionado: no todos los días lo declaran a uno guardián supremo del concepto "perecedero", ni se le atribuye la capacidad de resolver una crisis nacional que, aparentemente, depende menos de documentos técnicos y más de la interpretación mística de un término que —ironías de la vida— ni siquiera aparece en los estándares del propio ICOM, como tampoco constituye una categoría técnica relevante dentro de la literatura especializada de la Ciencia de la Conservación.

Pero, ¿por qué responder ahora? Quizás por fetichismo: ese impulso casi museológico —y un poco carnal que tenemos los conservadores— de intervenir solo cuando el objeto "perecedero", según el evangelio apócrifo del ICOM, ya ha sido sobado, manoseado, manipulado e idolatrado por quienes nunca lo han leído, pero igual lo veneran como si fuera una reliquia sagrada. A fin de cuentas, uno también tiene derecho a disfrutar —con cierta morbosa fascinación— del espectáculo, de toda esta cruzada icomiana que se ha desatado, citas por aquí, citas por allá…

Reconozco que esta es una declaración incómoda, pero necesaria, sobre todo en un país donde toda discusión se torna personal y el disenso se interpreta como traición. En entornos donde la crítica profesional se recibe como ofensa íntima y el debate se reduce a lealtades tribales, no queda otro refugio que el dato duro. Por eso he evitado la opinión para centrarme en la ciencia: porque ante la fragilidad de los egos, la única defensa sólida es la evidencia técnica. Y es precisamente ante esa falta de evidencia donde surge el cántico, el mantra repetido hasta el paroxismo para llenar el vacío argumental:

ICOM, ICOM, ICOM

como si estuviéramos ante un evangelio recién revelado. Hay quienes lo agitan como estampita protectora, otros lo usan como espada doctrinal, y algunos incluso como si pronunciando su nombre tres veces apareciera la verdad absoluta. Cada enunciado funciona como aspersión simbólica, un acto de purificación discursiva, casi un conjuro para ahuyentar el escrutinio técnico. Es ritual sin lectura, procesión sin doctrina: se agita el nombre de la institución con la misma convicción con la que se alza un relicario cuyo contenido nadie ha verificado.

Por ejemplo, la revista mexicana de arte contemporáneo TERREMOTO cita: "la resolución 18-2025 del Ministerio de Cultura anula el fallo del jurado (integrado por Yina Jiménez Suriel, Allison Thompson y Orlando Isaac) y desconoce el criterio técnico sustentado en los estándares del Consejo Internacional de Museos (ICOM). El Ministerio, en cambio, justificó deliberadamente su decisión apelando a una definición tomada directamente del diccionario de la Real Academia Española, según la cual 'perecedero' equivale a aquello que 'muere o se acaba'. Esta sustitución de los marcos conceptuales especializados por una interpretación liberalista no sólo deslegitima el proceso curatorial, sino que constituye una peligrosa deriva autoritaria: un Estado que se erige como árbitro estético y semántico sobre el campo del arte." [Fuente]


Continúa: "El grupo de artistas premiadxs, en su carta publicada, sostiene que la decisión ministerial vulnera la autoridad del jurado y el sentido mismo de la Bienal como espacio de encuentro, diversidad y pensamiento crítico. Reclaman, entre otras cosas, la restitución del fallo, la adopción de la definición museológica del término 'perecedero' conforme a los lineamientos del ICOM y la apertura de un espacio de diálogo técnico entre el Ministerio, el Comité Organizador y la comunidad artística más allá de la moralidad institucionalizada. 'Defendemos la autonomía del arte porque es también la autonomía del pensamiento', declaran en su comunicado."

Lástima que, entre tanta devoción, nadie se haya tomado el sencillo trabajo de leer lo que realmente dice el ICOM —y sobre todo lo que no dice—. Porque toda liturgia tiene un punto débil: el texto. Los textos —los verdaderos, los escritos, los verificables— poseen esta incomodidad estructural: cuando alguien finalmente los lee, los conoce, los analiza, suelen decir cosas muy distintas de lo que sus invocadores proclaman. O peor aún —y aquí la ironía alcanza categoría operática— no dicen absolutamente nada sobre aquello que se les atribuye.

1.2. La fabricación industrial de la realidad

Aquí, la realidad no es socialmente construida: es socialmente fabricada, industrializada, distribuida al por mayor en comunicados, columnas, cartas abiertas y entrevistas. Una fábrica de espejismos donde la verdad material —la palma muerta, la obra no ejecutada, la palma impostora, la violación evidente del reglamento— es desmantelada pieza por pieza y reemplazada por una ficción consensuada.

Es performance puro: convierten incumplimiento normativo en martirio artístico, irregularidad procedimental en opresión institucional, muerte vegetal verificable en resistencia heroica conceptual. Y funciona. Claro que funciona. En circuitos donde el gesto performativo importa más que la evidencia material, donde la narrativa correctamente articulada te perdona cualquier irregularidad técnica, donde convertir un macetero en símbolo de lucha anticolonial te abre puertas que el rigor técnico jamás abriría.

A todo esto nos podríamos preguntar: ¿Qué clase de santiguadera habrá aplicado Karmadavis para que aquella palma —primero moribunda, luego muerta, finalmente reemplazada— lograra desfilar, coqueta y triunfal, por todos los filtros institucionales hasta el podio nacional? Admitámoslo: para que una obra inexistente según el Artículo 6, fallecida por negligencia según el Artículo 7 y prohibida por precaución técnica según el Artículo 8 pasara olímpica entre jurados, comités y curadores, no bastó el simple descuido. Ahí operó una fuerza superior, un encantamiento de alto calibre profesional.

INCONGRUENCIA DOCUMENTAL

Por ejemplo, la ficha técnica declara que la obra mide "2.5 x 2.6 cm", una escala propia de una moneda, no de una Palma Real de varios metros. Esa sola incongruencia invalida la pieza, la obra descrita y la obra presentada no coinciden. Un museo no puede evaluar ni premiar una obra cuya documentación oficial no representa el objeto real. Aquí no hay ambigüedad posible: si la ficha técnica dice centímetros y la pieza instalada mide metros, la obra queda descalificada por simple inconsistencia documental.

No estamos ante un caso de curaduría; estamos ante un caso de curandería estética. Es un ritual secreto del mundo del arte donde el carisma personal pesa más que la evidencia material, la narrativa construida aplasta al objeto físico, y el aura simbólica suplanta a la autenticidad verificable.

1.3. Performance digital: el verdadero espectáculo de la Bienal

El mejor performance de toda esta Bienal no tuvo lugar en el museo, ni en el macetero, ni en la obra que nunca llegó a materializarse: ocurrió en las redes sociales. Fue allí donde la pieza finalmente tomó forma, no por virtud del artista, sino por la desesperación estratégica de sus defensores. Likes como aplausos, hilos como manifiestos, indignación prefabricada como energía performativa. Nunca un error procedimental generó tanto teatro digital. Si Beuys decía que todo ser humano es un artista, aquí se cumplió al pie de la letra: bastó un móvil y un hashtag para que surgiera una troupe de performers improvisados dispuestos a convertir una palma muerta en bandera política.

La obra no sobrevivió biológicamente, pero el frenesí narcisista digital sí. Y lo que no se ejecutó en sala terminó ejecutándose, con obscena intensidad performativa, en el escenario preferido de los ego-herederos del arte contemporáneo: Instagram.

***

II. EL BOMBARDEO DE PRESTIGIO COMO SUSTITUTO DE PRUEBA

2.1. La aritmética de las firmas

Y ahora, armados con más de trescientas firmas —un arsenal de nombres VIP donde conviven luminarias reales con figuras que no entienden ni el 10% del caso—, se pretende obligar al Estado a revertir una corrección procedimental. Una rectificación mínima, necesaria, documentada. Pero, para quienes firmaron, basta enumerar nombres para que la palmera resucite, la obra aparezca y el reglamento se evapore. Es la lógica del formulario: mientras más firmas, más verdad. La aritmética como reemplazo del argumento.

No es otra cosa que bombardeo de prestigio como sustituto de prueba. Un clásico. Viejo truco. Pero terriblemente eficaz cuando la evidencia brilla por su ausencia. En el fondo, no es solidaridad artística; es una estrategia de intimidación geopolítica, una mecánica de poder usada con frecuencia para postrar, atropellar y mancillar la voluntad de países con menos capacidad de defensa. Y aquí la tragedia alcanza su punto máximo: entre los firmantes no solo hay representantes de las potencias de siempre, sino también voces de naciones que, históricamente, también han sido víctimas de ese mismo atropello. Es el contrasentido final del colonialismo cultural: ver a las víctimas de ayer prestando su firma hoy para validar la maquinaria que mañana podría volver a aplastarlas. Han internalizado tanto el mandato del amo, que ahora corren a disciplinar al vecino con el mismo látigo que laceró sus propias espaldas.

La estructura lógica del gesto es tan transparente como frágil:

"300+ personas firmaron, incluyendo curadores del Guggenheim → Por tanto, la anulación es incorrecta".

Falacia doble, escandalosa:

  • Apelación a la mayoría
  • Apelación a autoridad

La cantidad de firmantes no convierte falsedad en verdad. El prestigio no sustituye evidencia. Si + 300 personas firman que 2+2=5, sigue siendo 4.

La pregunta que nadie en ese grupo de 300 se atreve a mirar de frente:

¿Cuántos saben realmente que:

  1. La obra no existía al momento de evaluación (hecho admitido por el propio jurado).
  2. La primera palmera murió por falta de mantenimiento, obligación explícita del artista según las bases.
  3. Las bases prohíben materiales perecederos de forma categórica.
  4. Hubo sustitución —violación directa de autenticidad, conservación y protocolo—?

Respuesta honesta: prácticamente ninguno. Porque la carta que firmaron lo oculta todo. No por accidente: por diseño.

Leamos lo que firman, ya que ellos no lo hicieron: El texto de la carta abierta es un monumento a la falacia lógica. Argumentan que anular un premio inválido obliga a anularlos todos, bajo una premisa de 'todo o nada' que ningún tribunal del mundo aceptaría. Es como exigir que se anulen todas las licencias de conducir emitidas en un día porque se descubrió que uno de los conductores era ciego. Peor aún, califican el cumplimiento de las bases legales como una 'visión burocrática', revelando el verdadero fondo de su pensamiento: creen que el 'criterio curatorial' es una bula papal que les permite violar contratos estatales, ignorar protocolos de seguridad y reescribir las reglas a su antojo. Lo que llaman 'defensa del pensamiento intelectual' no es más que la defensa de su propio privilegio para actuar al margen de la norma. [Ver Carta Change.org]

Estamos ante verdaderos prestidigitadores del fraude, operadores de un gaslighting cultural sistemático: nos exigen aceptar su negligencia técnica como 'libertad creativa' y condenar el cumplimiento de la ley como 'censura'. Son sofistas institucionales que mutan el significado de las palabras en tiempo real, no para debatir, sino para blindar la mediocridad y evitar que la realidad termine de demoler la estafa.

2.2. El apocalipsis imaginario: chantaje simbólico

Peor aún: el documento despliega un imaginario apocalíptico de proporciones casi cómicas. Convenios en riesgo, fondos congelados, museos "alarmados", embajadas tensas, cooperaciones suspendidas. Una ficción diplomática digna de Netflix. El mensaje subliminal es evidente: o acatan el laudo, o activamos la maquinaria del miedo internacional.

Eso no es defensa de la libertad artística o curatorial. Eso es TERRORISMO DIPLOMÁTICO Y GANSTERISMO CULTURAL.

2.3. Neocolonialismo cultural disfrazado de progresismo

Es neocolonialismo cultural disfrazado de progresismo.

El discurso "anticolonial" del establishment se desploma con estrépito cuando recuerda su dependencia afectiva del Norte Global. No defienden soberanía cultural: la tercerizan. Búsqueda compulsiva de validación externa; miedo a pensar desde su propio contexto. Invocan autoridades extranjeras para rectificar reglas que ellos mismos aprobaron. ¿Descolonización? No. Mimetismo jerárquico con retórica emancipadora.

Transformar una simple corrección de procedimiento —sustentada en hechos, documentos y bases— en un "cataclismo cultural", es prueba de que la narrativa no busca esclarecer, sino manipular emocionalmente al público. Los discursos sobre "retroceso institucional" y "quebranto de la libertad artística" no están defendiendo el arte; están protegiendo al jurado de asumir una equivocación.

Y mientras se afanan en escribir cartas, tuits y columnas apelando a París, Nueva York y Dubái para salvar su relato, la palmera muerta —ese cadáver botánico— sigue gritándoles desde el fondo de la maceta una verdad imposible de maquillar:

Las bases tenían razón. Era perecedera. Y pereció.

***

III. LA INEXISTENCIA DEL VERBO: EL FANTASMA SEMÁNTICO DE "LO PERECEDERO"

3.1. La categoría que nunca existió

El primer mandamiento de esta nueva religión palmar sostiene que el término "material perecedero" es una categoría científica avalada por la alta clerecía del Consejo Internacional de Museos-ICOM. Permítanme ser brutalmente claro: FALSO.

Artistas premiados en Bienal exigen restitución del fallo del jurado y respeto al criterio del ICOM [Fuente]

Artistas premiados en Bienal exigen restitución del fallo del jurado y respeto al criterio del ICOM [Fuente]

El arte se pone de pie [Fuente]

Si se tomaran unos minutos para LEER los estatutos —sí, LEER, ese ejercicio elemental que con tanta arrogancia exigen a los "ignorantes", a las "voces estúpidas", a los "retrasados teóricos", a los "analfabetos curatoriales", a los "letrados de diccionario", a la "gente que no lee" y al "público no cualificado"— descubrirían un detalle devastador: tras revisar el Código de Ética del ICOM, las directrices museológicas y las actas del ICOM-CC, y salvo alguna mención circunstancial carente de peso normativo, ¿saben cuántas veces aparece el término "material perecedero" validado como categoría taxonómica oficial para clasificar una obra de arte u objeto museográfico? CERO. NINGUNA. Ni una sola vez. LÉANLO DE NUEVO, SIN PARPADEAR: NO EXISTE.

Todo el edificio argumental que pretende convertir al ICOM en árbitro supremo de esta discusión se sostiene sobre una palabra que el ICOM jamás ha utilizado. Todo este teatro de autoridades invocadas se desploma entonces por su propio peso. Esa figura que agitan como escudo —como conjuro, como exorcismo profesional frente a la crítica— se revela como lo que siempre fue: un amuleto discursivo, un fetiche institucional para quienes confían más en la repetición del nombre que en la lectura del documento.

Porque lo que los citadores compulsivos de la RAE y los defensores de la palma desconocen —o fingen desconocer— es que la ciencia de la conservación no opera con adjetivos de frutería. No clasificamos el patrimonio como "fresco", "maduro" o "podrido".

3.2. La discusión es local, no global

La discusión sobre qué constituye "material perecedero" no es una disputa universal, ni un dogma museológico global, ni una categoría revelada por alguna autoridad planetaria: es un debate estrictamente local, inscrito en las bases de la XXXI Bienal Nacional de Artes Visuales de la República Dominicana. Es una categoría normativa redactada por profesionales dominicanos, diseñada para regular un concurso de arte dominicano, financiado con recursos públicos del Estado Dominicano, y cuya aplicación recae exclusivamente en la institución responsable del certamen, el Ministerio de Cultura. La Bienal no es una extensión administrativa del ICOM ni una sucursal tropical de algún organismo parisino: es un concurso de arte nacional, regido por reglas locales, formuladas para proteger el proceso y garantizar equidad entre los participantes.

Y sin embargo, se invoca al ICOM como si tuviera jurisprudencia sobre este término que nunca usó. ¿Por qué? ALLEZ SAVOIR!

Es la estrategia del vacío: llenar con prestigio extranjero la ausencia total de razón técnica. Y nótese la diferencia fundamental: mientras la ciencia de la conservación cita estándares internacionales para entender por qué la materia falla (datos universales), esta defensa cita marcas internacionales para imponer quién manda (estatus jerárquico). Nosotros importamos conocimiento para validar la sensatez de nuestras normas locales; ellos importan arrogancia para violarlas.

3.3. El Sokal caribeño: Imposturas intelectuales en el trópico

Lo que estamos viviendo con este caso de la Bienal es, en esencia, un Sokal caribeño, aunque desprovisto de la brillantez irónica del físico estadounidense. Recordemos los hechos: en 1996, Alan Sokal logró que la revista Social Text publicara un artículo plagado de disparates sobre la "hermenéutica de la gravedad cuántica". ¿Cómo lo logró? Simple: adulando los sesgos ideológicos de los editores y utilizando la jerga correcta. No importaba que el contenido físico fuera absurdo; importaba que la música de las palabras sonara a "transgresión".

Treinta años después, nuestro establishment cultural ha caído en la misma trampa, pero sin la excusa de la broma. Aquí no hizo falta que nadie fabricara un paper falso: bastó una palma muerta, una impostora de vivero y un reglamento ignorado para que toda una constelación de críticos y curadores se lanzara a defender —con solemnidad sacerdotal— una obra que biológicamente no existía.

Al igual que en el escándalo Sokal, o en el más reciente caso de los "Estudios del Agravio" (2018), estamos ante la desnudez de la liviandad académica. Nuestros defensores de la palma han aceptado y amplificado un relato construido sobre citas en cadena del ICOM que nadie verificó, simplemente porque confirmaba sus prejuicios de "resistencia" y "autonomía". Es la misma lógica diagnosticada por Sokal y Bricmont en Imposturas Intelectuales: si la frase es rimbombante, si la retórica suena técnica y si la postura encaja con la ideología del grupo, entonces se publica, se celebra y se replica como verdad revelada, aunque la realidad material (la gravedad en el caso de Sokal, la fotosíntesis en el caso de la palma) diga lo contrario.

La diferencia trágica es que Sokal tuvo la decencia de revelar la farsa. En nuestro caso, la naturaleza misma reveló el fraude cuando la planta murió, pero los "editores" locales —lejos de admitir la falta de rigor— han decidido redoblar la apuesta. Intentan convencernos de que una palma reseca es un adalid de la libertad creativa y una víctima del autoritarismo. No estamos ante un debate serio; estamos ante una performance colectiva de negación, un teatro de legitimidades donde el prestigio opera como escudo, el absurdo como doctrina y la evidencia como un estorbo impertinente.

Y lo más trágico —o hilarante, depende del humor del día— es que, a diferencia del caso Sokal donde el engaño vino de un agente externo, aquí la farsa no la fabricó un intruso: la fabricó el propio sistema. Fue una manufactura interna de la estructura de validación: ese consorcio cerrado donde convergen un jurado que premió una promesa invisible, una feligresía que repite el dogma sin leer las escrituras, y una clase corporativa que prefiere sacrificar la realidad antes que admitir una falla administrativa. Son ellos mismos —jueces y parte, devotos y sacerdotes— quienes han levantado este monumento a la negación con sus firmas, sus columnas y su fe ciega en una retórica que contradice la biología básica: la obra nunca existió, la palmera murió, y el reglamento que la prohibía estaba escrito desde el primer día.

***

IV. LA CONFUSIÓN ENTRE DICCIONARIO Y CIENCIA: EL ERROR CATEGORIAL FUNDAMENTAL

Intentaron resolver una cuestión técnica de conservación consultando la Real Academia Española. Como si la ciencia de la conservación museológica —disciplina que integra química de materiales, termodinámica, biología celular, evaluación de riesgos, procesos de degradación, manejo ambiental, bioseguridad y protocolos museológicos de alcance internacional— pudiera ser refutada con una entrada lexicográfica de uso general.

Es un gesto casi conmovedor, si no fuera tan intelectualmente irresponsable: creer que la definición escolar de "perecedero" en un diccionario de lengua puede invalidar todo lo que la conservación ha construido durante décadas mediante investigación empírica, ensayos de envejecimiento acelerado, análisis técnico, protocolos estandarizados y literatura científica revisada por pares.

La ciencia de la conservación no se fundamenta en adjetivos casuales sino en cuerpos técnicos de conocimiento. No nace de metáforas lingüísticas, sino de datos medibles: curvas de humedad relativa, tasas metabólicas, estudios microbiológicos, modelos predictivos de degradación, análisis espectroscópicos, normativas profesionales desarrolladas por el Getty Conservation Institute, el ICOM-CC, el Canadian Conservation Institute, el INCCA, entre otros.

Es un error categorial monumental: confundir el lenguaje cotidiano con terminología científica, pretender que el instrumento descriptivo de la lengua común tiene autoridad sobre las ciencias aplicadas, y reducir una problemática técnica compleja a una operación semántica de primaria.

La discusión sobre conservación no se decide en la RAE. Se decide en laboratorios, en protocolos, en evidencia, en comportamiento material, en experiencia acumulada por décadas de profesionales que —a diferencia del diccionario— sí deben responder por los riesgos, daños y pérdidas reales que ocurren cuando se ignoran estas distinciones fundamentales.

***

V. LA TERMINOLOGÍA TÉCNICA REAL: LO QUE LA CIENCIA DE LA CONSERVACIÓN REALMENTE ESTABLECE

5.1. Nomenclatura internacional de conservación

En la literatura técnica internacional —y hablamos de instituciones que sí producen conocimiento riguroso y aplicable, no de diccionarios generales ni de "principios" inventados retroactivamente— el concepto que las bases de la Bienal capturan con el término "material perecedero" aparece desarrollado bajo múltiples denominaciones formales, todas ellas verificables y respaldadas por protocolos y estudios científicos.

No es un misterio ni una categoría exótica. Es conservación 101.

Los términos más utilizados por el Getty Conservation Institute (GCI), el ICOM-CC, el Canadian Conservation Institute (CCI) y la International Network for the Conservation of Contemporary Art (INCCA) son los siguientes:

  • "Materials of conservation concern" (Materiales de preocupación conservativa): Término usado en evaluación de riesgos en colecciones. Se refiere a materiales que presentan vulnerabilidades intrínsecas o requieren condiciones ambientales estrictas. Los organismos vivos son el caso extremo de esta categoría: requieren parámetros ambientales imposibles de estabilizar en contexto museístico tradicional.
  • "High-maintenance materials" (Materiales de alto mantenimiento): Usado en planificación institucional. Materiales que requieren intervención constante, no ocasional. Una palmera viva entra aquí con precisión quirúrgica: demanda riego, control fitosanitario, sustrato especializado, poda, manejo de plagas y supervisión diaria. Esto no es "conservación". Es horticultura obligatoria.
  • "Unstable materials" (Materiales inestables): Categoría química y física. Materiales que sufren transformaciones irreversibles sin intervención. Un organismo vivo es, por definición, 100% inestable: su metabolismo lo obliga a cambiar o morir. Pero incluso muerto, continúa degradándose: putrefacción, hongos, olores, esporas. No puede estabilizarse sin destruir su naturaleza viva.
  • "Materials subject to rapid degradation" (Materiales sujetos a degradación rápida): Materiales cuya integridad puede perderse total o parcialmente en días o semanas, no décadas. Las plantas vivas están en el extremo absoluto de esta categoría: mueren en ausencia de cuidados mínimos en 7–14 días. La primera palma demostró esto empíricamente.
  • "Materials requiring active conservation" (Materiales que requieren conservación activa): Diferenciación entre conservación pasiva (control ambiental) y activa (intervención continua). Un organismo vivo no puede preservarse sin intervención manual regular. Esto coloca a cualquier planta en una categoría incompatible con exhibición prolongada en museos de arte.
  • "Limited lifespan materials" (Materiales de vida útil limitada): Materiales cuya degradación total es inevitable incluso bajo cuidado óptimo. Toda especie vegetal se degrada: envejece, se enferma, muere. Los museos —y esto está documentado— evitan adquirir objetos cuya vida útil es inevitablemente finita.
  • "Materials incompatible with long-term preservation" (Materiales incompatibles con preservación a largo plazo): Categoría usada en decisiones de adquisición. Objetos cuya naturaleza impide cumplir con los objetivos fundamentales de la conservación museológica: estabilidad, durabilidad, control de deterioro. Organismos vivos son el ejemplo más extremo: su mera existencia depende del cambio constante y del deterioro programado.

El punto que destruye el argumento:
Ninguno de estos términos técnicos excluye a los organismos vivos. Ninguno los presenta como "categoría aparte" con privilegios ontológicos. Todos los ubican como el caso más extremo, más riesgoso y más incompatible con conservación museológica.

Los defensores de la palma pretendieron convertir una categoría de riesgo extremo en una categoría de excepción legítima. Es un giro retórico brillante… pero completamente falso desde cualquier perspectiva profesional.

Quien lea literatura técnica real —la que se publica, revisa, experimenta y documenta— lo sabe. Quien no la lea, inventa la categoría "material vivo = exento de perecedero", esperando que la audiencia no se dé cuenta.

Aquí, el problema no es terminológico. Es epistemológico.

5.2. La función normativa del término en las bases

Las bases de la Bienal no estaban diseñadas para convertirse en un tratado de conservación avanzado ni en un manual técnico del Getty. Su objetivo era otro: proveer un marco claro, comprensible y operativo para los artistas que participan en un concurso nacional de arte. No para conservadores especializados, no para horticultores, no para académicos del ICOM.

Para ese propósito, el término "material perecedero" cumple una función normativa impecable: designa, en lenguaje accesible, aquello que se degrada rápido, requiere cuidados continuos, es inestable por naturaleza, y tiene altas probabilidades de pérdida total en un periodo corto. Es decir: exactamente lo que ocurrió con la palma.

Las bases no necesitaban citar al CCI, ni al ICOM-CC, ni a INCCA; necesitaban establecer un principio simple y esencial para garantizar equidad, logística institucional y viabilidad museográfica:

"No se aceptarán materiales perecederos."

Punto. Claro. Directo. Operativo. Evidente.

Lo que vino después —intentos de reinterpretar, torcer o espiritualizar el término— es un ejercicio de manipulación semántica que solo funciona cuando nadie recuerda que estamos hablando de una base de concurso, no de un seminario doctoral sobre ontología material.

Y, sin embargo, la defensa insistió en un argumento que revela más desesperación que rigor: que el diccionario de la RAE debía prevalecer sobre el criterio técnico de conservación y sobre la intención normativa de las bases.

Es un sofisma semántico monumental, un intento de usar la lengua común para reescribir una categoría técnica y normativa. Como si la lexicografía —descriptiva, generalista, no especializada— tuviera autoridad sobre protocolos museológicos, normativas de conservación y decisiones institucionales basadas en riesgo real.

Usar la RAE para invalidar el sentido técnico del término "material perecedero" equivale a esto:

  • Confundir sintaxis con biología
  • Metáfora con evidencia
  • Gramática con ciencia

Pero lo más grave es que ignora la razón misma por la que esa prohibición existe: para evitar exactamente lo que ocurrió.

La palma murió. La sustituyeron. Comprometieron autenticidad. Validaron la prohibición que intentaron negar.

***

VI. "ORGANISMOS VIVOS NO SON MATERIALES PERECEDEROS"

Aquí viene la jugada más sofisticada de la defensa: "Organismos vivos no son materiales perecederos". Una palmera viva, argumentan, no entra en la categoría prohibida porque está "viva", como si la vida fuera exención ontológica del deterioro.

Esta distinción es lingüísticamente ingeniosa. Y técnicamente absurda.

La afirmación completa se presenta así: "Los 'materiales vivos' en el contexto de museos, son una categoría diferente a los materiales perecederos, y se refiere a organismos biológicos que están vivos y forman parte de una exhibición, este término incluye plantas, árboles, semillas, algas, peces, mamíferos marinos, invertebrados acuáticos, corales, animales vivos (mamíferos, aves, reptiles, insectos)." [Fuente]

Lo que no contempla este marco —y lo que vuelve insostenible la defensa presentada en el caso de la Bienal— es la idea de que un organismo vivo, con ciclos fisiológicos propios y dependencia total de mantenimiento externo, pueda considerarse ajeno a esta categoría. Desde la perspectiva técnica que define la conservación profesional, un organismo vivo no es la excepción, sino el extremo mismo del espectro de lo perecedero.

Esta afirmación comete tres errores fundamentales que la invalidan completamente:

6.1. Error 1: Ausencia de fuente = Afirmación no verificable

La afirmación se presenta como hecho establecido sin citar ninguna fuente. ¿Según qué documento, manual, código o artículo revisado por pares? Si revisamos exhaustivamente el Código de Ética del ICOM (versiones 1986, 2004, 2017, 2022), Terminología del ICOM-CC, publicaciones del Instituto de Conservación Getty, directrices del Instituto Canadiense de Conservación, estándares de la Alianza Americana de Museos, documentos del Instituto Internacional para la Conservación y otras asociaciones importantes. Resultado: NINGUNO establece que "materiales vivos" sea "categoría diferente a materiales perecederos" en el sentido de excluirlos de problemática de conservación.

6.2. Error 2: Non sequitur lógico

La parte verdadera: Sí, existen organismos vivos en algunos contextos museísticos.

La parte no válida: Que esto los coloca en "categoría diferente" que los exime de ser considerados materiales de conservación extremadamente problemática.

La falacia lógica es: Premisa A (algunos museos exhiben organismos vivos) + Premisa B (estos organismos están vivos) → Conclusión C (por tanto, no son "materiales perecederos"/problemáticos). Esto es non sequitur. No se sigue lógicamente.

Que organismos vivos existan en algunos tipos de museos (acuarios, zoológicos, jardines botánicos, museos de historia natural) con infraestructura específica para ellos no significa que sean apropiados para todos los museos, especialmente museos de arte sin esa infraestructura. Es como argumentar: "Los 'materiales radioactivos' incluyen uranio, plutonio, radio. Algunos museos de ciencia los exhiben con protocolos especiales. Por tanto, no son materiales peligrosos y cualquier museo puede exhibirlos." El absurdo es evidente.

6.3. Error 3: Contradicción con literatura técnica verificable

Porque en el contexto específico de la conservación museológica—que es el único contexto relevante cuando hablamos de obras en museos—todo organismo vivo es, por definición, el caso más extremo de material perecedero. ¿Por qué? Porque la conservación museológica se define precisamente por su objetivo central: preservar objetos en el tiempo minimizando su degradación. Y los organismos vivos presentan el desafío más radical a este objetivo.

***

VII. LO QUE LA LITERATURA TÉCNICA REALMENTE DICE: ANÁLISIS BASADO EN EVIDENCIA

La afirmación de que los organismos vivos constituyen una categoría aparte ajena a la problemática de los "materiales perecederos" se derrumba en cuanto uno se asoma —de verdad— a la bibliografía especializada en conservación de arte contemporáneo. Un buen ejemplo es el artículo Risk analysis of biodeterioration in contemporary art collections: the poly-material challenge de C. Nadine Zmeu y Pilar Bosch-Roig (Journal of Cultural Heritage, 2022), que revisa precisamente los riesgos de biodeterioro en obras polimateriales contemporáneas y propone un modelo de acción preventiva.

Lejos de tratar el biodeterioro como un fenómeno marginal, el texto lo define como uno de los factores de alteración más frecuentes en el patrimonio cultural contemporáneo, subrayando que su aparición depende de la interacción entre la composición material de la obra y el ecosistema que la rodea. La obra de arte se describe explícitamente como un "nicho ecológico", donde bacterias, hongos, algas, insectos y otros organismos constituyen cadenas tróficas completas que utilizan los materiales artísticos —orgánicos y sintéticos— como sustrato y fuente de nutrientes. Es decir: para la ciencia de la conservación, el punto de partida no es la "pureza conceptual" de la obra, sino su vulnerabilidad biológica real.

El artículo dedica secciones enteras a materiales que el discurso defensivo pretende sacar del radar de lo "perecedero": maderas y tableros derivados, papeles y cartones, textiles, celulosa modificada, polímeros sintéticos, pinturas acrílicas y vinílicas, plásticos industriales. Todos ellos son analizados en términos de susceptibilidad a hongos, bacterias e insectos, de las enzimas que los degradan y de las condiciones de humedad, temperatura y nutrientes que favorecen su colonización. La lógica es clara: cualquier material cuya integridad pueda ser comprometida por actividad biológica en escalas temporales relativamente cortas entra, de facto, en la categoría de materiales de alto riesgo para la conservación.

Más aún: Zmeu y Bosch-Roig insisten en que las obras contemporáneas polimateriales se convierten en sistemas de conservación especialmente críticos porque la combinación de materiales orgánicos, polímeros, adhesivos y soportes industriales complica el control biológico y limita drásticamente la compatibilidad de tratamientos. En ese contexto, los organismos vivos no son una anécdota conceptual: son el agente central de degradación que condiciona toda la estrategia de conservación preventiva (control de HR, temperatura, luz, calidad del aire, gestión de plagas, modelos IPM, etc.).

En otras palabras: desde la perspectiva de esta literatura —reciente, revisada por pares y producida precisamente en el campo de la conservación de arte contemporáneo—

  1. La obra es entendida como un objeto bio-susceptible
  2. Los organismos vivos son el factor más agresivo de degradación de muchos materiales usados en arte contemporáneo
  3. La categoría de "material de alto riesgo / vida útil limitada / material de preocupación conservativa" engloba exactamente aquellos casos donde la actividad biológica compromete la estabilidad del objeto

Pretender, desde esta realidad técnica, que un organismo vivo plantado en medio de una institución museística no se inscribe en la problemática de los materiales perecederos —y que está exento de las restricciones preventivas que sí se aplican a papeles, textiles, maderas, polímeros y soportes celulósicos— no es solo una licencia semántica: es una posición abiertamente contradictoria con el estado del arte en conservación preventiva. La literatura no "salva" a la palma; al contrario, la coloca en el extremo más radical del espectro de riesgo biológico.

El Código de Ética del ICOM (Artículo 2.24) establece que los museos deben evitar adquirir objetos cuya conservación no puedan garantizar con recursos razonables. Organismos vivos violan este principio por definición estructural.

***

X. ANATOMÍA DE UNA CITA QUE NO ADMITE VERIFICACIÓN

La afirmación más grave —y más reveladora— de toda la defensa aparece envuelta en jerga técnica y solemnidad institucional:

"El ICOM establece como un principio ético fundamental el respeto a la libertad curatorial garantizando la libertad y flexibilidad de la creación artística en todos sus aspectos y formatos, y sobre todo que respete la soberanía de los jurados en sus decisiones de calificación para mantener la credibilidad en nuestras instituciones museísticas." [Fuente: Artículo publicado en Diario Libre, 29 de octubre de 2025]

Suena autoritativo. Suena específico. Suena a cita textual de un documento oficial.

Hay solo un problema: es completamente falsa. El ICOM nunca dijo eso.

Cualquiera puede comprobarlo en menos de cinco minutos:

  • Leyendo el Código de Ética del ICOM en sus versiones de 2004, 2017 y 2022 (22 páginas en la versión actual).
  • Buscando electrónicamente los términos clave de esa supuesta cita.

El resultado es contundente:

  • El ICOM no establece ningún "principio ético fundamental" sobre "libertad curatorial".
  • El ICOM no menciona jamás la "soberanía de los jurados".
  • El ICOM no habla de "decisiones de calificación".
  • El ICOM no se ocupa de bienales ni concursos de arte.

El Código de Ética del ICOM es un documento sobre gestión de colecciones permanentes: adquisiciones, protección del patrimonio, documentación, conservación, responsabilidades profesionales. No es —ni pretende ser— un tratado sobre la autonomía de jurados de certámenes temporales.

No estamos ante una lectura "creativa" o una interpretación amplia de un principio implícito. Estamos ante otra cosa: la fabricación de una autoridad.

Se le atribuyen al ICOM posiciones que el ICOM nunca adoptó, palabras que nunca escribió y principios que nunca formuló.

Y, para colmo, todo esto se invoca en un contexto que el propio texto ignora: aquí no estamos ante una colección museística, sino ante un concurso nacional de arte organizado por el Ministerio de Cultura, con un jurado temporal, contratado y obligado a ceñirse a unas bases específicas. La pregunta obvia se impone: ¿qué pinta aquí el ICOM?

10.1. Lo que el ICOM realmente establece (y por qué refuerza la anulación)

Cuando uno pasa de la cita inventada al documento real, el panorama se invierte.

Código de Ética del ICOM, Artículo 2.1

"El órgano de gobernanza debe asegurar que el museo y sus colecciones se mantengan en condiciones apropiadas como elemento significativo de la infraestructura social y económica de la nación." Y más adelante: "Las colecciones deben protegerse [...] según los más altos estándares y hacerse accesibles para preservación permanente."

Palabras clave, aplicadas al caso:

  • Órgano de gobernanza: en este contexto, el Ministerio de Cultura, del cual depende el MAM.
  • Condiciones apropiadas: las que el equipo técnico advirtió que no podían garantizar para una palmera viva dentro del museo.
  • Más altos estándares: claramente vulnerados al aceptar un organismo vivo sin protocolos de cuarentena ni infraestructura adecuada.
  • Preservación permanente: incompatible con un organismo cuyo destino, por definición biológica, es morir.

Código de Ética del ICOM, Artículo 2.24

"Los museos deben considerar cuidadosamente si pueden o no cuidar apropiadamente un objeto antes de adquirirlo."

De acuerdo con lo que establece el propio ICOM, el museo no debería haber aceptado ese objeto. Y cuando el laudo premió la propuesta imponiendo de facto su incorporación, la institución no solo tenía el derecho, sino la obligación ética, de corregir esa decisión en defensa de sus responsabilidades de conservación.

Código de Ética del ICOM, Artículo 8.3

"El personal profesional de museos debe observar estándares aceptados y leyes, y defender la dignidad y honor de su profesión. Deben salvaguardar al público contra conducta profesional ilegal o no ética."

Cuando el equipo técnico del MAM advierte que la palmera viva vulnera protocolos y capacidades de conservación, no está "atacando la libertad curatorial": está cumpliendo exactamente con lo que el ICOM le exige. Y cuando el Ministerio anula un laudo que ignoró esas advertencias, no violenta una supuesta "soberanía de jurados": ejerce su rol de órgano de gobernanza que debe garantizar el cumplimiento de esos estándares.

La ironía es brutal: el mismo código que se invoca como escudo contra el Ministerio es, leído con cierta honestidad, el que justifica su intervención.

10.2. La jerarquía real según el ICOM: por qué los jurados no tienen "soberanía"

La noción de "soberanía de los jurados", tal como se ha formulado en la defensa pública del laudo, no solo no aparece en el ICOM: contradice la arquitectura de autoridad que el propio código establece para los museos.

La estructura real, según el ICOM, es esta:

  1. Nivel 1 – Órgano de gobernanza
    Ministerio, patronato, consejo directivo. En el caso del MAM, el Ministerio de Cultura.
    Responsabilidad última: proteger colecciones, aprobar políticas, garantizar que la institución cumpla su misión y sus estándares éticos.
  2. Nivel 2 – Dirección del museo
    Ejecuta las políticas del órgano de gobernanza, coordina departamentos, gestiona recursos y responde por la institución.
  3. Nivel 3 – Personal profesional especializado
    Conservadores, restauradores, registradores, técnicos de conservación, curadores internos.
    Deber: aplicar criterios técnicos, evaluar riesgos, advertir cuando algo compromete las colecciones. No es un gesto opcional, es una responsabilidad ética explícita.

En este esquema, los jurados de la Bienal —que no forman parte de la estructura museística ni del organigrama del MAM, y cuya participación es temporal, honorífica y estrictamente acotada por las bases emitidas por el propio Ministerio de Cultura— operan como asesores externos cuya función se limita a emitir un juicio artístico dentro de los parámetros definidos por la institución convocante. Esa labor no les confiere autoridad alguna para redefinir políticas de conservación, contradecir protocolos técnicos, imponer riesgos operativos ni desplazar las responsabilidades legales del órgano de gobernanza. Su autonomía es estética, no administrativa; interpretativa, no institucional; evaluativa, no normativa. Pretender que un jurado temporal posee "soberanía" sobre decisiones técnicas, jurídicas o estructurales del Ministerio equivale a invertir por completo la jerarquía profesional reconocida internacionalmente y a colocar la opinión de un cuerpo consultivo por encima de las obligaciones éticas y de gestión patrimonial que sí recaen —por ley y por ICOM— en la institución organizadora.

10.3. Por qué el ICOM no trata sobre bienales: la confusión categorial

Hay una razón muy simple por la cual el Código de Ética del ICOM no contiene ni una sola línea sobre "soberanía de jurados en decisiones de calificación": no es su objeto.

El ICOM regula la ética y la práctica profesional de los museos y sus colecciones. Entre otros temas, el código trata sobre:

  • Cómo se adquieren objetos para colecciones permanentes.
  • Cómo se documentan, conservan y exhiben a largo plazo.
  • Cómo se garantiza su autenticidad y su integridad física.
  • Cómo se gestionan conflictos de interés, repatriaciones, desincorporaciones.
  • Qué responsabilidades tienen los profesionales frente al patrimonio, el público y los organismos de tutela.

Lo que no hace el ICOM:

  • Establecer reglas sobre concursos de arte.
  • Regular bienales, salones o premios temporales.
  • Fijar principios sobre jurados, laudos o premiaciones.

Las bienales se rigen por otro marco:

  • Sus bases específicas, acordadas entre organizadores y participantes.
  • La normativa local (leyes, reglamentos administrativos, contrataciones, recursos jerárquicos).
  • Los protocolos internos de las instituciones involucradas (en este caso, el MAM y el Ministerio).

Invocar el ICOM como árbitro supremo de un conflicto sobre el cumplimiento de las bases de una bienal no es solo un error argumental: es un error categorial. Se pretende que un código pensado para colecciones permanentes de museos funcione como si fuera el estatuto constitucional de un concurso de arte.

Y una vez más, al llevar el ICOM al terreno equivocado, lo que se logra no es blindar al jurado, sino exponer con claridad lo que realmente está en juego: no es la defensa del "arte contemporáneo", sino la defensa de la impunidad técnica frente a obligaciones muy concretas de conservación, gestión de riesgos y responsabilidad institucional.

***

XI. LA DEMOSTRACIÓN EMPÍRICA: CUANDO LA TEORÍA SE VALIDA POR LA PRÁCTICA

11.1. La muerte como evidencia material

Y mientras se desarrollaba este debate lingüístico sobre definiciones y categorías, la materia misma resolvió la disputa empíricamente: La primera palmera murió.

Hablemos entonces de la verdadera protagonista de este drama: la primera palma, la original, la mártir involuntaria que murió en silencio sin manifiesto, sin curaduría y sin hashtag. Aquella que, al secarse, emitió el veredicto más honesto de toda la Bienal: era perecedera, y pereció.

No se "degradó lentamente a lo largo de décadas" como un textil bien conservado. No desarrolló "grietas superficiales" como una escultura de madera centenaria. No experimentó "pérdida gradual de pigmento" como una pintura renacentista. Murió. En cuestión de semanas. Por falta del mantenimiento que el Artículo 7 exigía que el artista proveyera.

Dejó de ser organismo vivo para convertirse en materia orgánica en descomposición. Y tuvo que ser sustituida por otro organismo—demostrando el problema de autenticidad que los conservadores profesionales anticiparon. La muerte de la palmera no es tragedia artística; es evidencia material de incumplimiento contractual del Artículo 7.

La palmera demostró, con su propia muerte, que:

  1. La distinción "organismo vivo ≠ material perecedero" era artificial
  2. Las prohibiciones de las bases eran predictivas, no arbitrarias
  3. La ciencia de la conservación tenía razón sobre el diccionario
  4. Ignorar restricciones técnicas tiene consecuencias materiales verificables

Y aquí surge la pregunta que nadie en la defensa quiere tocar: ¿qué ocurre, según cualquier reglamento básico de concursos artísticos, cuando la obra presentada desaparece, muere o deja de existir? La respuesta es tan obvia que resulta incómoda: queda automáticamente descalificada. Una obra sustituida no es la obra inscrita. Una pieza cuyo material detonante perece deja de cumplir las condiciones de participación. Desde el mismo instante en que la palmera murió —cuando pasó de ser obra a ser residuo vegetal— la propuesta dejó de existir como tal. A partir de ese momento no era candidata válida a premio alguno.

11.2. La impostora: el reemplazo clandestino

Y así apareció la segunda protagonista de esta tragicomedia: la impostora, la suplente silenciosa, la doble sin biografía material. Una palmera recién comprada —sin historia, sin desgaste, sin proceso de exhibición— colocada como si fuera la original, como si nada hubiera pasado, como si la autenticidad fuera un detalle negociable. Una intrusa vegetal que entró como entran los malos actores en las obras mediocres: sin guion, sin coherencia y sin permiso.

La impostora violó todo lo que un conservador llamaría continuidad material, integridad e identidad de la obra. Y aun así fue defendida con solemnidad casi religiosa, como si ese reemplazo no constituyera exactamente lo que es: una sustitución que invalida la obra por completo.

La palma muerta dijo la verdad. La impostora encubre la mentira.

Nada podría simbolizar mejor la estructura argumental que intentan sostener: un discurso que se descompone y otro que pretende ocupar su lugar sin legitimidad alguna. Una figurante botánica presentada como obra.

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XII. LAS TRES VIOLACIONES DOCUMENTADAS: ANÁLISIS TÉCNICO DE INCUMPLIMIENTO

El objeto detonante incumplió las bases en al menos tres artículos verificables, y el ICOM nunca estableció una definición que contradiga esa evaluación.

12.1. Artículo 6: No hay obra ejecutada

Las bases exigen obra ejecutada, no intención futura. El jurado mismo confesó públicamente que evaluaron lo que "habríamos visto"—un condicional perfecto que admite lingüísticamente que la obra no existía al momento de evaluación. No había performance documentado, no había proceso registrado fotográficamente, no había instalación completada in situ. Solo había una promesa conceptual de que, si ganaba, se transplantaría la palmera posteriormente.

Evaluar currículum del artista ("20 años de práctica") en lugar de obra específica presentada no es "libertad curatorial". Es incumplimiento del mandato estructural del jurado: juzgar lo presentado, no al presentador. La palma actual —macetero sustituto— no es "instalación viva"; es paliativo post-fallo derivado de violación del Art. 6 (obra no ejecutada: Jurado evaluó "promesa" conceptual en lugar de materialización verificable).

12.2. Artículo 7: El artista no proveyó mantenimiento requerido

Las bases establecen explícitamente que si se usa material orgánico vivo, el artista debe garantizar su mantenimiento mediante recursos propios. Y aquí viene el hecho que ninguna retórica puede exorcizar: la primera palmera murió.

No se marchitó poéticamente como metáfora conceptual. No experimentó "transformación ontológica" como parte de proceso artístico. Murió porque no recibió el cuidado técnico (riego adecuado, control fitosanitario, mantenimiento de sustrato) que el Artículo 7 exigía que el artista proveyera.

La propia Resolución del Recurso Jerárquico es explícita técnicamente: "La pieza —una planta viva en macetero— requería cuidados constantes, especializados y permanentes para no deteriorarse, cuidados que el artista no garantizó y que además pretendió delegar al personal del museo, en abierta violación del Art. 7, que exige que todos los requerimientos y equipos sean provistos por el artista. El documento también señala que la obra ya presentaba deterioro evidente, confirmando su condición de material inestable, y que solicitar un tratamiento excepcional colocaba al artista en una posición de privilegio incompatible con el principio de igualdad de trato."

Dicho con precisión técnica: la obra incumplió las bases contractuales, exigió condiciones institucionales que no le correspondían según normativa, y dependía de un mantenimiento especializado que nunca se garantizó mediante recursos del artista.

El documento de "Requerimiento técnico" presentado por el artista no admite defensa posible. Es una confesión de parte relevo de pruebas. En él, el artista escribe textualmente:

"Se le debe suministrar el agua necesaria por parte de los jardineros o personal del museo."

Esta frase constituye una violación flagrante y premeditada del Artículo 7 de las Bases, el cual establece inequívocamente que el mantenimiento de obras con elementos vivos es responsabilidad exclusiva del artista.

Al incluir esta cláusula en su propuesta, el artista intentó modificar unilateralmente el contrato del certamen, transfiriendo la carga laboral y económica de su obra (el riego y cuidado) al Estado. Peor aún: el jurado leyó esto y lo aceptó.

  1. La Negligencia Institucionalizada: El jurado seleccionó y premió una obra cuya viabilidad técnica dependía de que el personal del museo asumiera tareas de jardinería que no le correspondían por reglamento.
  2. La Causa de la Muerte: La palmera no murió por un "accidente"; murió porque el artista diseñó un sistema de mantenimiento basado en una premisa falsa (que el museo la regaría) y prohibida por las bases. Cuando el museo se ciñó al reglamento (no intervenir la obra), y el artista no asumió su obligación (ir a regarla él mismo o contratar a alguien), la planta pereció.
  3. El Capricho de la "Ubicación": El documento también exige: "debe estar en un espacio abierto... donde reciba el sol". ¿Quién la cuidaría?

12.3. Artículo 8: La muerte valida retrospectivamente la prohibición

Y basándose en lo ocurrido con la palma original, se confirma retrospectivamente la sabiduría técnica del Artículo 8. La prohibición de materiales perecederos no era capricho burocrático arbitrario; era prevención fundamentada en experiencia profesional acumulada.

Exactamente lo que las bases buscaban evitar—degradación irreversible, muerte del organismo, necesidad de sustitución post-mortem, compromiso del principio de autenticidad—ocurrió. La norma resultó ser predictiva basada en conocimiento técnico, no arbitraria basada en preferencia administrativa.

La ironía es perfecta: no necesitábamos al ICOM mal citado para determinar si la palmera era "perecedera". La materia misma lo demostró empíricamente. Se marchitó, murió, fue reemplazada. Votó en el debate con su propia descomposición biológica.

***

XIV. LA MONEDA DE TRUJILLO Y EL SIMBOLISMO QUE NO PUEDEN BORRAR

14.1. El símbolo numismático del régimen

Y para que la ironía sea perfecta, el artista mismo incluyó en su propuesta la imagen de la moneda de 1 centavo de 1957 —acuñada bajo Trujillo— con la palmera real grabada. El símbolo numismático del trujillismo. La palmera como emblema del régimen.

La propuesta declara textualmente: "Durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, la Palma Real fue impuesta como símbolo nacional. Su imagen debía estar presente en cada hogar dominicano, no como una celebración de la naturaleza, sino como un recordatorio constante del régimen."

Y continúa: "Una planta hermosa, alta, y majestuosa, que fue usada como emblema de una época oscura, de control, de miedo."

14.2. Trujillismo con vocabulario progresista

El artista mismo reconoce que la palmera vertical, alta, majestuosa, es símbolo de control autoritario. Y luego procede a instalar exactamente eso —una palmera vertical, alta, majestuosa, impuesta unilateralmente sin consulta— en un museo de arte.

Los antitrujillistas de vitrina aplauden. Porque cuando el gesto autoritario viene envuelto en retórica decolonial, cuando la imposición vertical se disfraza de "resistencia", cuando se reproduce la lógica simbólica del trujillismo con hashtag progresista, el antitrujillismo se revela como lo que siempre fue: trujillismo con nuevo vocabulario.

La palmera que el artista instaló no subvierte el simbolismo trujillista. Lo replica con perfecta fidelidad formal. Vertical. Imponente. Impuesta desde arriba. Monumental. Ignorando protocolos institucionales. Exigiendo tratamiento excepcional. Exactamente como Trujillo usaba las palmeras.

Y cuando murió, cuando se secó, cuando tuvo que ser reemplazada por otra —como Trujillo reemplazaba palmeras muertas para mantener la imagen de poder perpetuo— completó su función como réplica involuntaria del gesto autoritario que decía criticar.

La obra más trujillista de la Bienal fue premiada por un jurado antitrujillista. La ironía no podría ser más perfecta. Ni más devastadora.

14.3. El teatro de Dubái: la narrativa exportada

La prensa dominicana se inundó con lo que solo puede describirse como el acto final de un teatro perfectamente coreografiado. Desde Dubái, donde se celebraba la 27ª Conferencia General del ICOM, llegaba el triunfalismo: "Más de 4,500 profesionales de museos y cultura analizaron la anulación del laudo".

Traducido del lenguaje épico al lenguaje técnico, lo que ocurrió fue que, dentro de un segmento del programa dedicado al Código de Ética, ¡sí! ¡al CÓDIGO DE ÉTICA!, se presentó la Resolución 18-2025 como "caso ejemplar" de intervención incompatible con estándares internacionales, sin aclarar que la Bienal no es una colección museística sino un concurso nacional de arte con bases propias, que la categoría "material perecedero" no existe en ningún documento oficial del ICOM y que el conflicto nace de una obra que violó al menos tres artículos de ese reglamento local.

¿Se dijo, ante ese auditorio, que el jurado admitió públicamente haber premiado una obra no ejecutada? ¿Se explicó que la primera palma murió por falta del mantenimiento que las bases imponían al artista? ¿Se informó que hubo sustitución del objeto original, comprometiendo la autenticidad de la pieza?

Si esos hechos materiales no se expusieron con el mismo volumen que la retórica sobre "autonomía curatorial", entonces lo que viajó a Dubái no fue el caso dominicano, sino su versión edulcorada: un concurso de arte mal gestionado inflado hasta convertirse en "precedente ético global", usando el nombre del ICOM como megáfono de una narrativa que, al volver al país, pretende ocultar lo esencial: aquí no se está corrigiendo un atropello al arte, sino un incumplimiento de bases en la Bienal Nacional de Artes Visuales.

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XV. LA IRONÍA FINAL: CUANDO EL PRESTIGIO PROSTITUYE EL CRITERIO

Hemos recorrido un largo camino técnico: desmontamos la inexistencia del término "perecedero" en los documentos del ICOM, refutamos la falsa distinción entre "organismos vivos" y "materiales perecederos", documentamos las tres violaciones claras a las bases de la Bienal, expusimos la cita fabricada que el ICOM nunca escribió, y demostramos cómo la propia muerte de la palmera validó empíricamente todo lo que la ciencia de la conservación anticipó. Presentamos evidencia material, citamos literatura revisada por pares, revisamos códigos de ética palabra por palabra, y confrontamos cada una de las afirmaciones con fuentes verificables.

Todo esto debería bastar. En cualquier debate regido por el rigor intelectual, la evidencia acumulada cerraría el caso. Pero no estamos en un debate técnico: estamos en un teatro moral donde el prestigio ha reemplazado al argumento, donde la firma importa más que la lectura, y donde el nombre en una carta colectiva pesa más que la verdad documentada. Y aquí es donde la tragedia intelectual alcanza su punto más obsceno.

15.1. La prostitución del criterio profesional

Y eso es peligroso, letal incluso, cuando quienes lo ejecutan son figuras que han pasado años edificando reputación, prestigio y autoridad moral. No estamos hablando de estudiantes ingenuos ni de aficionados confundidos; hablamos de voces que conocen las bases, dominan los códigos y recitan la ética, y que aun así eligen, con plena conciencia, prostituir su criterio para blindar una causa que nació violando el reglamento.

Lo verdaderamente devastador es ver cómo esas mismas voces, llamadas a encarnar la lucidez y el rigor, se arrojan voluntariamente al foso del error. No caen por accidente: se lanzan con la solemnidad de quien se cree protagonista de una cruzada histórica. Y al hacerlo, convierten una impostura en bandera, un incumplimiento en epopeya y una violación reglamentaria en supuesta "defensa de la libertad". Es triste, sí; pero, sobre todo, es patético.

Pero quizás el punto más bajo de este espectáculo fue la acrobacia teórica protagonizada por ciertos representantes institucionales. Los vimos validar la mutación de la obra —el reemplazo físico del cadáver por la impostora— utilizando argumentos que carecían de todo sustento técnico. Llegaron al extremo de asumir posturas conceptuales que ni el propio artista había contemplado, construyendo una defensa teórica a la medida del fraude. Ante nuestros ojos, el objeto detonante sufrió una metamorfosis discursiva desesperada: dejó de ser escultura para convertirse en instalación, luego mutó en performance, y finalmente ascendió a arte conceptual. Y sin embargo, la realidad material es obstinada: nada de esto es. Es solo una palma en un macetero.

La trampa es perfecta: estos referentes culturales, embriagados de su propia infalibilidad, han puesto su firma para blindar una mentira que jamás leyeron con cuidado. Creyeron que su nombre pesaba más que los hechos, más que el acta y más que la evidencia; se convencieron de que su prestigio bastaba para torcer la realidad. Y lo que han logrado es mucho más grave: destruir la poca autoridad moral que les quedaba.

Porque cuando un intelectual decide sacrificar la verdad para alinearse con la manada, deja de ser un referente para convertirse en un eco. Un ruido más en el coro de la desinformación. Y el daño que esa claudicación le hace al pensamiento crítico, a la cultura y al país no es simbólico: es real, profundo y contagioso.

15.2. El veredicto irreversible de la materia

La palmera está muerta. La obra no existe, nunca existió. Las bases fueron violadas. De acuerdo a los estatutos del ICOM real la corrección institucional es válida.

Y ninguna cantidad de liturgia icomiana, performance digital, o retórica victimista puede cambiar lo que la palmera demostró con su muerte: tenían razón las bases. Era perecedera. Y pereció.

La palmera muerta y el culto al icom: refutación técnica de un fraude intelectual